
Muy poco
tiempo después el párroco, un señor de unos setenta y muchos años muy bien
conservado, con pelo cano muy repeinado hacia atrás, lentes y unos ojos muy
vivos y penetrantes (esto lo descubrí después porque a la distancia a la que me
encontraba en ese momento me era imposible distinguirlo), comenzó su homilía.
- La Paz del Señor esté siempre con vosotros.
- Y con tu Espíritu – contestamos todos a la vez.

- … A los que Dios ayude y que pronto vuelvan a estar con
nosotros …
O un guiño a
los “nuevos vecinos”:
-… A los que veamos muchos domingos y fiestas de
guardar en esta la casa del Señor – y lo dijo mirando hacia donde estábamos
nosotros, con una sonrisa muy franca en los labios.
Una vez
concluida la Misa nos dispusimos a salir ordenadamente como suele ser en estos
casos. La mayor parte de los vecinos se marcharon despacio hacia sus casas o al
bar, sin quitarnos los ojos de encima durante un buen rato. Algunos nos
sonreían o saludaban con la cabeza sin decir una palabra; otros pasaban de
largo como si huyeran de un incendio. Tal y como esperaba, Félix vino
directamente hacia nosotros mientras charlábamos con Celia. Iba seguido muy de
cerca por don Joaquín.
- … Es terrible. La policía no tiene ninguna pista – Estaba diciendo Celia cuando nos abordó el teniente de alcalde, que educadamente
se mantuvo en un segundo plano.
- También llevan poco tiempo buscando, mujer – dijo
Cristina quitando hierro al asunto.
- Sí pero es tan raro… - siguió apuntando la hostelera -.
La Guardia Civil tiene cursada orden de desaparición y están intentando
localizar a sus familiares. Esta mañana los guardias vinieron al Hostal justo
después de marcharse ustedes – había vuelto al trato formal –. Pidieron entrar
en la habitación que tenía la pareja. Aún había utensilios de baño y ropa,
libros, revistas... Está claro que no ha sido una “espantada”; ha debido
pasarles algo terrible.
Casi se le
escapaban las lágrimas. La forma de contarlo hizo que se nos encogiera el
corazón; no sabíamos qué decir, estaba realmente desconsolada. En aquel momento
reparó en que Félix y don Joaquín se encontraban a nuestra altura escuchando,
con semblante serio.
- Ay, perdone don Félix. Y usted también, don Joaquín –
dijo Celia un poco azorada.
- Nada, no te preocupes, hija – expresó don Joaquín con
su habitual tono afable, mientras Félix la cogía suavemente por el brazo a modo
de consuelo -. Tiene que ser terrible. Ojalá los encuentren pronto sanos y
salvos, rogaremos al Señor.
- Este es nuestro nuevo vecino, Padre Joaquín – dijo Félix con
su voz de mando peculiar, como si fuera a añadir “y no puede negarse” -. A la
señorita no la conozco – añadió a continuación; me pareció que el tono ahora
era más pícaro.

El párroco nos
explicó que estaba adscrito a la mancomunidad que englobaba numerosos pequeños pueblos
de la comarca y que aunque residía en la capital pasaba todo su tiempo viajando
para administrar los sacramentos y celebrar Misas y Oficios.
- Me alegra tener paisanos nuevos, este pueblo lo
necesita – terminó comentando el sacerdote tras un rato de charla.
- No tengo seguro venir a vivir aquí definitivamente,
Padre – contesté al hilo de su comentario -. Aún tengo que adaptarme a mi nueva
propiedad y soy más bien hombre de ciudad. Mi trabajo y el resto de la familia
están allí, aunque había pensado que si las cosas va bien podría montar una
casa rural o algo parecido.
- ¿Adaptarte? – Dijo el párroco -. Qué curioso, tener
que acostumbrarte cuando en realidad naciste aquí.
- ¿Perdón? – Medio exclamé agachando la cabeza hasta tocar casi la suya.
- ¿Eres el nieto de Luis y Valeria? ¿El hijo de Juan
Carlos y Beatriz? – preguntó con el tono del que sabe la respuesta antes de
hacer la pregunta.
- Sí.
- Pues tú naciste aquí, en este pueblo, en la casa de
tus abuelos – afirmó el sacerdote con total seguridad. Celia, Cristina y Félix
se volvieron casi a la vez para mirarme.
- Creo que se equivoca, Padre.
- Creo que no – continuó el párroco de manera casi
jocosa -. Vamos, si fui yo el que te bautizó…
En la
actualidad.

De pronto, lo oyó. Un tenue gemido, como el
maullido de un gato, salía del interior de un cubo de basura cercano. Sintió
compasión por el pobre bicho.
- Te has
quedado atrapado, ¿eh?

- Pobre
criatura – murmuró Ramón para sus adentros - ¿Qué miserable te habrá dejado ahí
tirada?
Dejó los útiles de trabajo junto al punto de
recogida de basuras y no perdió un minuto en llevar a la niña a la Comisaría.
El sargento de guardia le conocía.
- Buenas
noches, Ramón. ¿Qué nos traes aquí?

- Por Dios,
Ramón – se dijo a sí mismo -.
Y aunque era absurdo, tomó la determinación
de acudir al día siguiente en persona al Hospital para saber qué había sido de
la pequeña y en el futuro, si nadie la reclamaba y se lo permitían…
Sacó los auriculares del bolsillo de su
chaqueta de uniforme y se puso a escuchar la radio, mientras comenzaba a
clarear.
(Continuará).
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