sábado, 21 de diciembre de 2013

La bicicleta roja de José

José tenía una bicicleta roja y brillante, el más preciado de sus tesoros. De hecho era lo único que tenía en su vida. José no tenía casa. Tampoco familia. Iba de un lado a otro con su bicicleta y una cestita donde llevaba sus escasas pertenencias: apenas un peine, una armónica y una foto de un bonito paisaje de montaña. José vivía de las generosas dádivas que mendigaba. “Una limosnita, por favor. Para poder comer algo caliente.” Allá en algunas fondas del camino le atendían con cariño y le servían gratificantes platos recién cocinados al calor de un lar. Pero toda moneda tiene su cruz, y algunas veces no le dejaban entrar. Sólo con un pellizco de suerte algún caminante se apiadaba de él y le ofrecía una bienvenida limosna.




Una mañana José cogió la foto entre sus nudosas manos y se puso a pensar cuán bonito sería estar allí: era una montaña inmensa que desgarraba las nubes de cuajo con su afilada cima picuda. Pronto aquella sugerente ocurrencia se tornó obsesión. José preguntó y preguntó. “Vaya al sur.” “No, le han informado mal: ha de ir norte sin ninguna duda.” “Al oeste, allí donde se pone el sol, encontrará montaña tan magnífica.” José se desesperaba porque la gente parecía no ponerse de acuerdo. Mantuvo la paciencia y siguió indagando hasta dar con un anciano sabio que se apoyaba en un cayado. “En mis ciento cuarenta y ocho años de edad había oído semejantes desvaríos. La montaña que buscas se halla justo detrás de ti.” José se dio la vuelta. Sorprendido, vio su altiva silueta allá donde antes sólo había pastizal. ¿Estaba soñando o es que antes no había mirado bien? ¡Nadie podría pasar por alto aquel inmenso monumento de piedra! Fue a darle las gracias al anciano en vano, pues el misterioso hombre había desaparecido.





Decidido y entusiasmado, José se dirigió a la falda de la montaña. Con el poquito dinero que tenía paró en un hostal y compró algo de comida. Por fin, se dispuso a encaramarse a la cima. 

Y subió, subió, ya lo creo que subió. Con loable coraje y entrega. Y en el camino se encontró con un pato, un gorrión y un burro.

Junto a laguna de gran belleza halló primero al pato, que andaba renqueante sobre sus escamosas patitas. José sintió curiosidad. “¿Qué te pasa?” “Nada –contestó el ave. José ni se inmutó, como si no le sorprendiera que el pato hablara.- Me he roto una pata y no puedo despegar el vuelo hasta el nido que está al otro lado de la laguna. Apenas puedo caminar. ¿Qué será de mis pobres patitos cuando nazcan?” “Yo te llevaré” –contestó José sin dudar. Rodeó la laguna con su roja bicicleta llevando al pato en la cesta y lo depositó con mimo en el nido, donde dos hermosos huevos le esperaban. “Muchas gracias –dijo el pato satisfecho.- Aquí tienes cuatro plumas de mi ala derecha en señal de agradecimiento.”

Apenas se despidieron, José reemprendió su camino hacia el sendero que conducía a la cima. Un poco más arriba vio un nido donde piaban ruidosamente dos jóvenes gorriones. José se dirigió a un tercer gorrión más grande y rollizo. “¿Qué les pasa a tus hijos?” “Que hace frío –contestó el pajarillo-, y no tengo con qué abrigarles. Y encima hemos caído del árbol que nos acogía y estamos aquí desprotegidos.” José le ofreció las plumas del pato y el gorrión elaboró una alfombra con la que tapizó el nido. También subió con cuidado a lo alto del árbol el trabajo de ramitas y hojas del gorrión, y le propuso utilizar el peine a modo de barrera para que sus hijitos no se cayeran, “Tu ayuda es generosa. Ahora podremos soportar un poquito mejor el frío y podré salir a por comida sin miedo de que mis hijos se caigan del árbol. Aquí tienes unos frutos secos que recolecté y que deseo compartir contigo.” 




Y así se fue José, tras despedirse del buen gorrión, satisfecho de la ayuda prestada. Pedaleó infatigablemente. Sólo las palabras de un burro apartado del camino le detuvieron. “Perdona, amigo humano. ¿Podrías darme algo de comer?” A José le dio pena del animal. Estaba famélico y afligido. “¿Te gustan las bellotas? Un pajarillo me dio algunos frutos. También tengo algo de pan.” El burro afirmó con la cabeza: “Gracias por compartir conmigo. Me encantan las bellotas. Te ayudaré a llegar a la cima de la montaña. A partir de aquí el terreno es algo empinado.” José aceptó. El burro entonces desplegó dos enormes alas que parecían de algodón, enganchó un cordón blanco como la nieve al manillar de la bicicleta y tiró de ella con inimaginable fuerza. José se sintió feliz: ¡estaba volando!




Pronto alcanzaron la cumbre. El burro alado se despidió y bajó de igual manera que había subido. Y allí quedó José, solo y muerto de frío, pues en verdad hacía frío en lo alto de la montaña. Se acurrucó en el suelo y se echó a temblar. Al rato apareció una hermosa joven de piel alba y sonrosadas mejillas, embutida en una dorada túnica de caprichosos bordados de oro. Se le acercó como flotando en el aire. Puso su mano sobre el hombro de José. Él la miró sin sorprenderse, pues se creía en un sueño. Pensó vagamente que se trataba de un ángel. También pensó que quizá el frío lo había vuelto loco. La joven habló en su mente con un candor delicioso: “José: eres un hombre bueno. Tu espíritu es noble y generoso. ¿Cuál es tu deseo?” José no tuvo necesidad alguna de hablar. Pensó en una bonita casa donde poder comer, dormir, vivir. E inmediatamente una niebla balsámica lo envolvió. Despertó en una amplia mansión. Tenía muchas habitaciones y había mucha comida en la despensa. Curiosamente, cada vez que se vaciaba, la comida volvía a aparecer.

Y allí vivió durante un tiempo el bueno de José. Pero no era feliz. Se sentía solo. Apenas salía de su casa. Recorría como un fantasma la casa con su bici, pedaleando por los pasillos. Sentía el deseo irrefrenable de coger la bicicleta y echarse a la calle, pero no quería abandonar su cómodo hogar. 

Una noche se sentó frente al plácido fuego de la chimenea. Las llamas fueron adoptando la forma de una figura conocida: la joven de la montaña. “No eres feliz, José. ¿Qué necesitas para ser feliz?” José pensó en fama, en rodearse de amigos. Su deseo fue satisfecho una vez más.

Al principio fue divertido, pero pronto se vio rodeado de gente que le admiraba solamente por sus monedas y riquezas. ¿O quizá le envidiaban? Y seguía sintiéndose condenadamente solo. Tanto, que se creyó próximo a la locura. 

La cordura le fue devuelta la noche en que se le volvió a aparecer la joven. Entonces José no volvió a cometer el mismo fallo. Esta vez tenía muy claro lo que quería. Anhelaba volver a su vida anterior, tener la misma vetusta bicicleta como único compañero, viajar de aquí para allá, mendigar en las mismas fondas de siempre, los cariñosos saludos de los vecinos más amables. Ni siquiera tenía una razón que lo explicara. ¿Volver a la pobreza, a la miseria? José pensó que quizá no estaba preparado para ser feliz. Pero también pensó que sí que lo estaba, y lo cierto es que su felicidad pasaba por una vieja bicicleta y una vida de perros.

Y tan feliz se fue durmiendo en la niebla. Y tan feliz se fue despertando de su sueño etéreo. Una mano le zarandeó. “¡José, despierta! Has comido tan bien que te has quedado amodorrado en la mesa. Llevas dos horas soñando como un angelito. Arrea, que te van a quitar la bicicleta.” La voz del tabernero le trajo a la... ¿realidad? Se había quedado dormido. Pero el sueño había sido bonito, y muy optimista. Dio las gracias al tabernero por la comida dispensada, recogió su bicicleta y partió hacia cualquier lugar con un peine, una armónica y la ilusión de una montaña en una foto como únicas pertenencias.


FIN

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