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lunes, 6 de enero de 2014

La pipa, el quico y el mendigo.

Érase una vez un mendigo que deambulaba por las calles de la gran ciudad. Era un hombre de buen trato y gran compostura. Muchos se preguntaban cómo había llegado a ser tan pobre. Tenía unos ojillos minúsculos, como dos lentejitas en mitad de la curtida y arrugada cara. También tenía una larga barba cana y un mentón asombrosamente grande. Sus ropas estaban viejas y raídas.



sábado, 28 de diciembre de 2013

El regalo del rey

Había una vez un rey sabio y anciano que vivía en los extensos territorios de Samelín, un mundo mágico donde no existía la palabra “imposible”. El rey tenía un castillo donde vivía con sus tres hijos. Dominaba un vasto valle donde trabajaban plebeyos. Éstos, a cambio de protección, ofrecían parte de sus recursos al amo del castillo. Aquel rey era en verdad generoso y condescendiente con el pueblo. Nunca había pedido más de lo debido y regía con cordura y sensatez. La sombra de la muerte acechó al monarca como nunca lo había hecho: una temible enfermedad lo hizo encamar. En aquella amarga situación, aquejado por dolores y por una fuerte tos, se puso a pensar a quién de sus hijos legaría el reinado de Samelín. Y aunque le correspondía al mayor de ellos, su padre consideró más inteligente someterlos a una prueba para averiguar cuál era el más adecuado.




sábado, 21 de diciembre de 2013

La bicicleta roja de José

José tenía una bicicleta roja y brillante, el más preciado de sus tesoros. De hecho era lo único que tenía en su vida. José no tenía casa. Tampoco familia. Iba de un lado a otro con su bicicleta y una cestita donde llevaba sus escasas pertenencias: apenas un peine, una armónica y una foto de un bonito paisaje de montaña. José vivía de las generosas dádivas que mendigaba. “Una limosnita, por favor. Para poder comer algo caliente.” Allá en algunas fondas del camino le atendían con cariño y le servían gratificantes platos recién cocinados al calor de un lar. Pero toda moneda tiene su cruz, y algunas veces no le dejaban entrar. Sólo con un pellizco de suerte algún caminante se apiadaba de él y le ofrecía una bienvenida limosna.