Todos los animalitos del bosque se fueron cabizbajos a sus casitas. ¡Qué tristes estaban los cervatillos! ¡Cómo lloraban los patitos! Tobías, desconcertado, volvió a su nido, guardó algunas cositas en un hatillo, metió en él un cuadernito y un lápiz azul y se adentró en el bosque dispuesto a no regresar jamás si no encontraba su canto perdido.
La noche cayó pronto sobre el bosque y el pobre Tobías se sintió solo y aterido. La oscuridad le rodeaba por completo, cualquier ruido le asustaba y no era capaz de encontrar un caminito que le llevara a refugio alguno. Cuando más triste y asustado se encontraba y más temblaban sus alitas, vio a lo lejos una luz muy débil y decidió encaminar sus patitas hacia allí. No tardó en darse cuenta de que la luz provenía de una casita de madera solitaria. Al llegar junto a ella, Tobías se armó de valor, llamó a la puerta y asomó su piquito a través de ella.
- ¡Quién se atreve a molestarme a estas horas! ¡Quién perturba mi descanso! – clamó una voz desde el interior....
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