domingo, 6 de octubre de 2013

El Ático (Parte 22)

    Tras la despedida de Cristina, poco antes del anochecer, me dirigí a casa de nuevo para echar un último vistazo. Tenía decidido volver a Soria mañana lunes y no pensaba cambiar de opinión pero en aquel momento aún planeaba mi vuelta por la tarde después de comer y permanecer un rato por la mañana en la hemeroteca del ayuntamiento. Noté que se había levantado algo más de fresco y mientras me acercaba a la verja sentí un escalofrío que no asocié a nada extraño o sobrenatural; simplemente era que la temperatura había bajado bastante y aún vestía de manga corta. Estuve tentado de volver al hostal para coger alguna prenda de abrigo pero al final desistí dado que estaba ya pisando la hojarasca del jardín. Un poco de frío me mantendría alerta.


   Según me acercaba al pozo me di cuenta de que también se me había olvidado traer algo para tomar la muestra de la sustancia que lo cubría. “Jobar qué despiste tengo”, pensé para mis adentros. Era un segundo motivo para volver al hostal, pero lo volví a desestimar. Algo en mi interior me impulsaba a seguir adelante y según avanzaba sentía que no podía dar marcha atrás. Abrí la puerta de casa y observé el interior desde el dintel, cubierto por las últimas sombras de la tarde. Reparé en algo de lo cual no me había dado cuenta hasta entonces: aún no había explorado el sótano, que no podía verse desde el exterior de la casa y al cual se accedía desde una pequeña puerta en la cocina. Según lo que yo recordaba, en él se encontraba el depósito de propano que regulaba la calefacción y el agua caliente así como algunos cachivaches, ya que cumplía la función de pequeño trastero. El pensamiento de dirigirme directamente a la cocina y de allí al sótano fue el tercer obstáculo que se interpuso en mi camino pero tampoco fue capaz de desviarme en mi deambular hacia la estancia que me llamaba poderosamente como un canto de sirena: el ático.

    Traspasé la puerta del pasillo del piso superior y subí la escalera que llevaba directamente a la buhardilla, de nuevo bañada por esa luz de atardecer que le daba un aspecto tan acogedor. Todo estaba tal y como lo habíamos dejado Cristina y yo por la mañana, lo cual conociendo los hechos tan extraños que nos había tocado vivir este fin de semana era toda una novedad. Revisé un poco por encima los escasos enseres de la habitación y fui directo al baúl donde Cristina había encontrado la esfera, guiado por un impulso. La intuición no me había fallado.  Debajo de la raída manta afelpada y tal y como Cris me había descrito cuando la encontró se encontraba de nuevo el extraño objeto metálico, dorado, opaco y esférico. Tan liviano que parecía relleno de aire o gas pero tan consistente a la vez que era totalmente indeformable, por mucho que lo apretara entre mis manos al extraerlo de nuevo del baúl. “¿No puedes salir del ático?” Pensé mirándolo fijamente. Entonces recordé la nota de mi abuela: “… si hay algo que es más tuyo por derecho que nadie es el ático de la casa…”, “hemos puesto como condición que las cosas que hay allí no las vendas nunca y esperamos que puedas algún día explicar su significado”, “… las cosas que hay allí…”. ¿Acaso mis abuelos conocían la existencia de esta esfera pero nunca supieron lo que significaba? ¿Y si…? ¿Y si nació conmigo y me pertenece? Es posible que sólo yo pueda sacarla de aquí pero… ¿no altera con su comportamiento todas las leyes de la Física?

    Allí estaba de nuevo el objeto entre mis manos mientras mis pensamientos se entregaban a todo tipo de elucubraciones. Reparé de nuevo en los dos pequeños orificios que se encontraban en cada polo de la esfera y que Cristina no me dejó ni tocar esta mañana. Me decidí a introducir en ellos un objeto punzante para intentar hurgar en su interior como se haría para resetear un electrodoméstico o un módem, de modo que me puse a buscar alrededor intentando localizar algo que me pudiera servir.

    De pronto, oí claramente un ruido sordo y breve que venía de la planta baja. Era como si algo hubiera caído al suelo con estrépito. Me sobresaltó no tanto por su intensidad como por lo inesperado. Noté que el corazón me palpitaba con fuerza y a una velocidad desmesurada. Instintivamente miré hacia la puerta del ático aunque sabía de sobra que el ruido procedía de bastante más abajo.

- ¿Quién anda ahí? – Grité sin demasiada convicción.

    Metí la esfera en el bolsillo derecho del pantalón sin tantos cuidados como los que había practicado Cristina cuando se la guardó por la mañana y salí de la buhardilla para bajar por la escalera que llevaba a las habitaciones, continuando después por la que descendía hacia el salón. Todo estaba en calma pero el corazón cada vez me latía con más fuerza. No había nada caído o fuera de lugar. Entré en la cocina y también allí comprobé que las cosas estaban en orden y que nada había caído al suelo o se había desplazado conforme a lo que había observado en estos días. Era la ocasión perfecta para revisar el sótano.

    Justo al lado del frigorífico, una pequeña puerta sin cerrojo comunicaba con la minúscula estancia a la cual se accedía por tres escalones de piedra que describían un semicírculo. Giré el picaporte y la puerta se abrió sin dificultad. Demasiado fácil. Parecía que aquella puerta se abría y cerraba con más frecuencia de lo esperado. Un aroma dulzón impregnó el aire, muy distinto a lo que alguien esperaría oler en un viejo sótano que servía como trastero y cuarto de caldera: humedad, moho y propano. Por un instante pensé que quizá mis abuelos lo utilizaban también como bodega pero no lo recordaba como tal. Aquel aroma evocaba algo más reciente y cercano, algo como…  Ensimismado en mis pensamientos, accioné el interruptor y se iluminó una bombilla de cuarenta watios que colgaba del techo sin más, haciendo visible parte del murete de acceso al sótano. Los escalones giraban perdiéndose detrás del pequeño muro, de manera que la caldera no se hacía visible si no se bajaban los escalones y se giraba para penetrar enteramente en la estancia, que según recordaba carecía de la más mínima ventilación salvo un ventanuco justo para que la chimenea de la caldera saliera al exterior.

    Sufrí un nuevo sobresalto al notar una breve vibración en el bolsillo izquierdo del pantalón, donde llevaba el móvil; me sentí al borde del infarto. Lo saqué del bolsillo y vi que era un mensaje de Cristina: “He llegado a Soria sin novedad. A medianoche te llamo y hablamos, si no te parece muy tarde. Besos. Cris”. Cerré la aplicación entre aliviado por sus noticias y angustiado por el sobresalto que me había producido. El sótano se encontraba en calma y con extrema quietud. El eco de mis pisadas y el tamborileo de mi corazón me retumbaban en los oídos; el aroma ahora era omnipresente y exageradamente intenso. En una esquina se encontraba el depósito de propano, oxidado aunque parecía operativo. En otra esquina se amontonaban unas cuantas mantas viejas desvencijadas y sin ningún orden. No había ningún otro trasto o mobiliario, como tampoco telaraña alguna o signos de que hubiera anidado cualquier tipo de insecto, lo cual tampoco dejaba de ser extraño para un sótano casi abandonado; dentro de lo que cabía, parecía que alguien lo estuviera cuidando o manteniendo.

    La escasa luz de la bombilla del techo en la entrada permitía iluminar también el recinto, aunque con bastante menos intensidad si cabe. La penumbra era suficiente como para que pudiera hacerse visible algo que a estas alturas me resultaba ya muy familiar: la caldera, parte de las paredes y las mantas de la esquina estaban impregnadas por la sustancia que emitía el aroma tan característico acre, dulzón y como de fruta madura que ya conocía de sobra porque cubría buena parte del brocal del pozo.

- ¿Qué demonios es esto? – Pensé casi con desesperación. También por experiencia me moví con sumo cuidado para no tocar la sustancia, de la cual no me podría librar en mucho tiempo si se me adhería en tamaña cantidad. Por la misma razón decidí no tocar absolutamente nada y tras observar que tampoco allí se encontraba en apariencia la causa del ruido giré sobre mis pasos para salir hacia la cocina, tremendamente excitado y sobrecogido.


    Justo cuando la puerta de la cocina se hacía visible en mi campo visual, lo vi. Un ser con la morfología de una persona pero el tamaño de un niño grande o un adolescente se encontraba frente a mí en el dintel de la puerta, obstruyendo completamente la salida. Visto a contraluz no pude ver sus rasgos con exactitud pero parecía tener dos orificios en la parte superior de la cabeza, redonda y algo achatada por la parte superior del cráneo, que deduje debían ser los ojos y si era así me observaban con detenimiento. No había ningún otro rasgo más aparte de una protuberancia debajo de ambos orificios que hacía prominencia de arriba hacia abajo, como si fuera una nariz rudimentaria. La superficie de la piel era opaca aunque estaba cubierta por una capa de pelo en apariencia muy suave, o al menos daba esa impresión. Las extremidades eran largas y exageradamente robustas en relación al cuerpo, especialmente las piernas, sin que llegara a apreciar la existencia de dedos. Tampoco pude apreciar la existencia de genitales externos, a pesar de que en apariencia el extraño ser estaba desnudo. Y sobre todo, se mantenía erguido sobre las dos piernas.

- ¿Quién eres? – Acerté a decir en un hilo de voz y sin saber si realmente aquel ser escuchaba o si tan siquiera podía oírme - ¿Por qué estás en mi casa?

    El ser extendió su mano derecha y me mostró algo. Una nueva esfera distinta a la que se encontraba en mi poder, más pequeña y plateada, levitaba ligeramente sobre su extremidad y comenzó a brillar con una luz mágica y maravillosa procedente de su interior, llenando toda la estancia de tonos de color púrpura y plata.


    Entonces sucedió. Perdí el conocimiento.



 (Continuará).


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