Tras
la despedida de Cristina, poco antes del anochecer, me dirigí a casa de nuevo
para echar un último vistazo. Tenía decidido volver a Soria mañana lunes y no
pensaba cambiar de opinión pero en aquel momento aún planeaba mi vuelta por la
tarde después de comer y permanecer un rato por la mañana en la hemeroteca del
ayuntamiento. Noté que se había levantado algo más de fresco y mientras me
acercaba a la verja sentí un escalofrío que no asocié a nada extraño o
sobrenatural; simplemente era que la temperatura había bajado bastante y aún vestía
de manga corta. Estuve tentado de volver al hostal para coger alguna prenda de
abrigo pero al final desistí dado que estaba ya pisando la hojarasca del
jardín. Un poco de frío me mantendría alerta.
Según me
acercaba al pozo me di cuenta de que también se me había olvidado traer algo
para tomar la muestra de la sustancia que lo cubría. “Jobar qué despiste
tengo”, pensé para mis adentros. Era un segundo motivo para volver al hostal,
pero lo volví a desestimar. Algo en mi interior me impulsaba a seguir adelante
y según avanzaba sentía que no podía dar marcha atrás. Abrí la puerta de casa y
observé el interior desde el dintel, cubierto por las últimas sombras de la
tarde. Reparé en algo de lo cual no me había dado cuenta hasta entonces: aún no
había explorado el sótano, que no podía verse desde el exterior de la casa y al
cual se accedía desde una pequeña puerta en la cocina. Según lo que yo
recordaba, en él se encontraba el depósito de propano que regulaba la
calefacción y el agua caliente así como algunos cachivaches, ya que cumplía la
función de pequeño trastero. El pensamiento de dirigirme directamente a la cocina y de
allí al sótano fue el tercer obstáculo que se interpuso en mi camino pero tampoco
fue capaz de desviarme en mi deambular hacia la estancia que me llamaba poderosamente
como un canto de sirena: el ático.
Traspasé la puerta
del pasillo del piso superior y subí la escalera que llevaba directamente a la
buhardilla, de nuevo bañada por esa luz de atardecer que le daba un aspecto tan
acogedor. Todo estaba tal y como lo habíamos dejado Cristina y yo por la
mañana, lo cual conociendo los hechos tan extraños que nos había tocado vivir
este fin de semana era toda una novedad. Revisé un poco por encima los escasos
enseres de la habitación y fui directo al baúl donde Cristina había encontrado
la esfera, guiado por un impulso. La intuición no me había fallado. Debajo de la raída manta afelpada y tal y como
Cris me había descrito cuando la encontró se encontraba de nuevo el extraño
objeto metálico, dorado, opaco y esférico. Tan liviano que parecía relleno de
aire o gas pero tan consistente a la vez que era totalmente indeformable, por
mucho que lo apretara entre mis manos al extraerlo de nuevo del baúl. “¿No
puedes salir del ático?” Pensé mirándolo fijamente. Entonces recordé la nota de
mi abuela: “… si hay algo que es más tuyo
por derecho que nadie es el ático de la casa…”, “hemos puesto como condición
que las cosas que hay allí no las vendas nunca y esperamos que puedas algún día
explicar su significado”, “… las cosas que hay allí…”. ¿Acaso mis abuelos conocían la existencia de esta esfera
pero nunca supieron lo que significaba? ¿Y si…? ¿Y si nació conmigo y me
pertenece? Es posible que sólo yo pueda sacarla de aquí pero… ¿no altera con su
comportamiento todas las leyes de la Física?
Allí estaba de
nuevo el objeto entre mis manos mientras mis pensamientos se entregaban a todo
tipo de elucubraciones. Reparé de nuevo en los dos pequeños orificios que se
encontraban en cada polo de la esfera y que Cristina no me dejó ni tocar esta
mañana. Me decidí a introducir en ellos un objeto punzante para intentar hurgar
en su interior como se haría para resetear un electrodoméstico o un módem, de
modo que me puse a buscar alrededor intentando localizar algo que me pudiera
servir.
De pronto, oí
claramente un ruido sordo y breve que venía de la planta baja. Era como si algo
hubiera caído al suelo con estrépito. Me sobresaltó no tanto por su intensidad
como por lo inesperado. Noté que el corazón me palpitaba con fuerza y a una
velocidad desmesurada. Instintivamente miré hacia la puerta del ático aunque
sabía de sobra que el ruido procedía de bastante más abajo.
- ¿Quién anda ahí? – Grité sin demasiada convicción.
Metí la esfera en
el bolsillo derecho del pantalón sin tantos cuidados como los que había
practicado Cristina cuando se la guardó por la mañana y salí de la buhardilla
para bajar por la escalera que llevaba a las habitaciones, continuando después
por la que descendía hacia el salón. Todo estaba en calma pero el corazón cada
vez me latía con más fuerza. No había nada caído o fuera de lugar. Entré en la
cocina y también allí comprobé que las cosas estaban en orden y que nada había
caído al suelo o se había desplazado conforme a lo que había observado en estos días.
Era la ocasión perfecta para revisar el sótano.
Justo al lado del
frigorífico, una pequeña puerta sin cerrojo comunicaba con la minúscula
estancia a la cual se accedía por tres escalones de piedra que describían un
semicírculo. Giré el picaporte y la puerta se abrió sin dificultad. Demasiado
fácil. Parecía que aquella puerta se abría y cerraba con más frecuencia de lo
esperado. Un aroma dulzón impregnó el aire, muy distinto a lo que alguien
esperaría oler en un viejo sótano que servía como trastero y cuarto de caldera:
humedad, moho y propano. Por un instante pensé que quizá mis abuelos lo
utilizaban también como bodega pero no lo recordaba como tal. Aquel aroma
evocaba algo más reciente y cercano, algo como…
Ensimismado en mis pensamientos, accioné el interruptor y se iluminó una
bombilla de cuarenta watios que colgaba del techo sin más, haciendo visible
parte del murete de acceso al sótano. Los escalones giraban perdiéndose detrás
del pequeño muro, de manera que la caldera no se hacía visible si no se bajaban
los escalones y se giraba para penetrar enteramente en la estancia, que según
recordaba carecía de la más mínima ventilación salvo un ventanuco justo para
que la chimenea de la caldera saliera al exterior.
Sufrí un nuevo
sobresalto al notar una breve vibración en el bolsillo izquierdo del pantalón,
donde llevaba el móvil; me sentí al borde del infarto. Lo saqué del bolsillo y
vi que era un mensaje de Cristina: “He llegado a Soria sin novedad. A
medianoche te llamo y hablamos, si no te parece muy tarde. Besos. Cris”. Cerré
la aplicación entre aliviado por sus noticias y angustiado por el sobresalto
que me había producido. El sótano se encontraba en calma y con extrema quietud.
El eco de mis pisadas y el tamborileo de mi corazón me retumbaban en los oídos;
el aroma ahora era omnipresente y exageradamente intenso. En una esquina se
encontraba el depósito de propano, oxidado aunque parecía operativo. En otra
esquina se amontonaban unas cuantas mantas viejas desvencijadas y sin ningún
orden. No había ningún otro trasto o mobiliario, como tampoco telaraña alguna o
signos de que hubiera anidado cualquier tipo de insecto, lo cual tampoco dejaba
de ser extraño para un sótano casi abandonado; dentro de lo que cabía, parecía
que alguien lo estuviera cuidando o manteniendo.
La escasa luz de la
bombilla del techo en la entrada permitía iluminar también el recinto, aunque
con bastante menos intensidad si cabe. La penumbra era suficiente como para que
pudiera hacerse visible algo que a estas alturas me resultaba ya muy familiar:
la caldera, parte de las paredes y las mantas de la esquina estaban impregnadas
por la sustancia que emitía el aroma tan característico acre, dulzón y como de
fruta madura que ya conocía de sobra porque cubría buena parte del brocal del
pozo.
- ¿Qué demonios es esto? – Pensé casi con desesperación.
También por experiencia me moví con sumo cuidado para no tocar la sustancia, de
la cual no me podría librar en mucho tiempo si se me adhería en tamaña
cantidad. Por la misma razón decidí no tocar absolutamente nada y tras observar
que tampoco allí se encontraba en apariencia la causa del ruido giré sobre mis
pasos para salir hacia la cocina, tremendamente excitado y sobrecogido.
Justo cuando la
puerta de la cocina se hacía visible en mi campo visual, lo vi. Un ser con la
morfología de una persona pero el tamaño de un niño grande o un adolescente se
encontraba frente a mí en el dintel de la puerta, obstruyendo completamente la
salida. Visto a contraluz no pude ver sus rasgos con exactitud pero parecía
tener dos orificios en la parte superior de la cabeza, redonda y algo achatada
por la parte superior del cráneo, que deduje debían ser los ojos y si era así
me observaban con detenimiento. No había ningún otro rasgo más aparte de una
protuberancia debajo de ambos orificios que hacía prominencia de arriba hacia
abajo, como si fuera una nariz rudimentaria. La superficie de la piel era opaca
aunque estaba cubierta por una capa de pelo en apariencia muy suave, o al menos
daba esa impresión. Las extremidades eran largas y exageradamente robustas en
relación al cuerpo, especialmente las piernas, sin que llegara a apreciar la
existencia de dedos. Tampoco pude apreciar la existencia de genitales externos,
a pesar de que en apariencia el extraño ser estaba desnudo. Y sobre todo, se mantenía erguido sobre las dos piernas.
- ¿Quién eres? – Acerté a decir en un hilo de voz y sin saber
si realmente aquel ser escuchaba o si tan siquiera podía oírme - ¿Por qué estás en
mi casa?
El ser extendió su
mano derecha y me mostró algo. Una nueva esfera distinta a la que se encontraba
en mi poder, más pequeña y plateada, levitaba ligeramente sobre su extremidad y
comenzó a brillar con una luz mágica y maravillosa procedente de su interior,
llenando toda la estancia de tonos de color púrpura y plata.
Entonces sucedió.
Perdí el conocimiento.
(Continuará).
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