sábado, 28 de diciembre de 2013

El regalo del rey

Había una vez un rey sabio y anciano que vivía en los extensos territorios de Samelín, un mundo mágico donde no existía la palabra “imposible”. El rey tenía un castillo donde vivía con sus tres hijos. Dominaba un vasto valle donde trabajaban plebeyos. Éstos, a cambio de protección, ofrecían parte de sus recursos al amo del castillo. Aquel rey era en verdad generoso y condescendiente con el pueblo. Nunca había pedido más de lo debido y regía con cordura y sensatez. La sombra de la muerte acechó al monarca como nunca lo había hecho: una temible enfermedad lo hizo encamar. En aquella amarga situación, aquejado por dolores y por una fuerte tos, se puso a pensar a quién de sus hijos legaría el reinado de Samelín. Y aunque le correspondía al mayor de ellos, su padre consideró más inteligente someterlos a una prueba para averiguar cuál era el más adecuado.




Una vez hubo reunido a sus tres hijos, les comunicó su premonición sobre una muerte venidera. Cometió, no obstante, una pequeña trampa: rehusó decirles nada acerca de la prueba.

- Hijos míos -anunció con voz solemne-, se os va a ofrecer tres presentes diversos, para que los tengáis como un recuerdo personal de vuestro padre, ya que mi muerte está próxima. Elegid el que más conveniente creáis.

Al gran salón ovalado y presidido por cientos de banderas entraron tres sirvientes portando cada uno una bandeja de plata. Destaparon cada cual la suya y quedaron a la vista tres curiosos presentes: en primer lugar una rosa hermosísima de pétalo rojos como el carmín y tiernas hojas. Tenía la singular característica de no “envejecer” nunca. No necesitaba agua para mantenerse fresca, ni tan siquiera luz. Era tan fantástica que con solo mirarla podía obnubilar la mente y cegarla, hasta tal punto que mirar otra cosa carecía de sentido, pues nada más bello había en el mundo. 

En la segunda bandeja había una jaula dorada y barroca. Dentro cantaba un ruiseñor de vivos colores y mirada avispada. Su trino era profundamente relajante y armonioso. Era tan maravilloso escucharlo que no había otro sonido igual de placentero en todo Samelín.




Finalmente había una tercera bandeja donde descansaba un rata fea. En verdad era el ser más poco agraciado del mundo. Su mirada era triste y apagada, con dos pequeños puntitos ambarinos centelleando en su carita gris. Dirigió una furtiva mirada a los hijos del rey y adoptó una postura amenazante, mostrando dos enormes dientes puntiagudos como los colmillos de un vampiro. Parecía el animal más repugnante y peligroso que jamás hubieran visto.

Y así las cosas los tres hijos del rey se pusieron a discutir sobre cual regalo elegirían.

El mayor, quien era muy prepotente y se jactaba de ser el futuro rey, se quedó con la rosa altiva para regalársela a la reina cuando gobernara Samelín. 

El menor, quien era caprichoso y egoísta porque sentía envidia de sus hermanos mayores, consciente como era de la lejanía del trono, se “conformó” con el ruiseñor cantor.

Y el mediano, el más sensato y pacífico de los tres, se mostró contrariado porque su padre pudiera ofrecer un regalo tan poco digno y pensó que quizá aquella siniestra rata tuviera una virtud encubierta. Y como, además, no quería polemizar con sus hermanos, se quedó con tan extraño presente.

Y los tres hijos del rey tuvieron suerte dispar. 




El primero instaló su rosa bajo una mamparita de cristal para que nadie pudiera poner sus dedos en ella. Pasó el tiempo y la rosa pronto se convirtió en un deseo. Contemplarla y no poder tocarla era una tortura. Lo tenía embrujado. Era tan hermosa... Una fuerza irreprimible le llevó a levantar la mampara y deslizar sus dedos por ella. Entonces una gruesa espina se le hincó en el pulgar. Intentó quitar la mano pero era incapaz. Otra espina del tallo se le clavó en otro dedo de la mano. Por fortuna se le ocurrió quitar la vista de la rosa y, sólo así, pudo apartar la mano, volver a poner la mamparita y apartarla en un lúgubre rincón de su habitación.

No tuvo mejor suerte el hijo pequeño. Su admirable ruiseñor cantaba como los ángeles. El problema no era cómo cantaba, sino cuándo cantaba. De hecho no paraba de cantar. De día, de noche... Al ocultarse el sol, y en los albores de la mañana en Samelín. Toda la madrugada emitiendo aquel envolvente trino. El mismo canto una y otra vez, martilleando la cabeza del joven heredero al trono. Guardó la jaula en un baúl oscuro pero incluso desde allí el ave cantaba con la misma y mágica intensidad. Pensó en matar al pájaro, pero se sintió incapaz de desprenderse del obsequio de su padre. Mucho tuvo que luchar para no volverse completamente loco.




El hermano mediano, en cambio, gozó de mejor suerte. Sus sospechas no habían sido en vano. La temida rata no resultó ser tal. Y en verdad poseía una virtud, que se manifestó al joven una noche fría en que el viento arreciaba contra los húmedos muros del castillo.

- ¡Joven rey! 

Era aquella una voz aguda y clara como el agua de los ríos que serpenteaban por los valles de Samelín. 

El muchacho se volvió hacia la rata que descansaba apaciblemente en una pequeña jaula. La rata volvió a hablar:

- ¡Joven rey! Tu elección fue sabia.

El mediano, incrédulo, preguntó:

- ¿Eres capaz de hablar?

- Así es –corroboró la rata, incorporándose hábilmente sobre sus dos patas traseras y moviendo nerviosamente las dos delanteras.- Tu padre me encargó ayudarte en el reinado de Samelín. Seré tu consejero, como lo he sido durante mucho tiempo de él. Ha reinado sabia y generosamente con mis consejos.

- ¿No eres fiera como parecías al principio? –quiso saber el joven.

- No, era una manera de asustaros. Tus hermanos eligieron el regalo por la envoltura. Sabía perfectamente que tú sucederías a tu padre y gobernarías Samelín.

Y así fue como el rey de Samelín, tras explicar a sus hijos lo ocurrido, legó su corona en el mediano, quien gobernó con cordura. La rata le ayudó con brillantez. Y los samelinenses hablaron y contaron esta historia a sus hijos, y éstos a sus hijos, para que conocieran los descendientes de la astucia del buen monarca.


FIN

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