lunes, 6 de enero de 2014

La pipa, el quico y el mendigo.

Érase una vez un mendigo que deambulaba por las calles de la gran ciudad. Era un hombre de buen trato y gran compostura. Muchos se preguntaban cómo había llegado a ser tan pobre. Tenía unos ojillos minúsculos, como dos lentejitas en mitad de la curtida y arrugada cara. También tenía una larga barba cana y un mentón asombrosamente grande. Sus ropas estaban viejas y raídas.




Solía llevar consigo una flauta que tocaba con entusiasmo, a pesar de su precaria situación, y ponía una gorra para que los transeúntes le echaran dinero. Normalmente se ponía en el metro y pasaba el día esperando tener suficientes monedas para comprarse un bocadillo. En verdad no tenía ni un céntimo. Se preguntaba cómo sería la vida con dinero y poder. Él no cobraba mucho cuando trabajaba en la empresa que le despidió, pero por entonces al menos tenía suficiente para llevarse algo a la boca.

Una tarde oscura en que llovía muchísimo le sucedió un imprevisto. Los viajeros caminaban de aquí para allá, como una masa inerte y gris, por los lagos pasillos del metro. Algunos dejaban caer unas monedas que tintineaban al depositarse sobre la gorra. Ni siquiera le miraban u oían sus canciones. Simplemente, dejaban caer el dinero, como un acto rutinario más. Como comprar el periódico, abrir el paraguas, picar el billete, o cerrar el paraguas.

Aquella tarde se le acercó una mujer de aspecto extraño: tenía dos coletas que recogían su pelo negro y grasiento, los pómulos rojos y encendidos, dos grandes ojos verdes y una enorme bufanda del mismo color que daba tres o cuatro vueltas alrededor de su cuello. Puso con mimo una bolsa de pipas en la gorra del mendigo. Éste, incrédulo, cogió la bolsa con sus manos y rehusó quejarse a la mujer, quizá por estar acostumbrado a las bromas de mala educación. Y como estaba cansado de estar de pie tocando la flauta, se sentó en el suelo y abrió la bolsa.


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Y allí permaneció comiendo pipas hasta que abrió aquélla que cambiaría su suerte.

-¡¡¡ No me comas !!!

¿Había oído bien? Alejó la pipa de la boca y negó con la cabeza pensando que se había vuelto loco. Después volvió a acercarse la pipa a la boca. Esta vez la voz sonó más alta:

-¡¡¡ No me comas !!! ¡¡¡Puedo ayudarte!!!

Procurando que nadie le viera hacer aquello, pues entonces nadie le echaría más monedas, se puso la pipa al lado de la oreja para escuchar con más claridad:

- Si no me comes haré de ti un hombre rico y poderoso.

Y así fue cómo el mendigo conoció a la pipa mágica. Ésta le concedería un deseo a cambio de que le perdonara la vida. Y el infeliz deseó dinero, pues nada podía cambiar más su vida, o al menos eso pensaba. La pipa se lo concedió y el pobre dejó de ser tal. Se compró un piso con el dinero que le fue regalado. No era mucho, pero suficiente para dejar de mendigar y poder vivir unos meses hasta encontrar trabajo.

Pasó el tiempo y aquel hombre no encontraba la felicidad. Sintió el deseo irrefrenable de comprarse un cochecito y un chalet, para vivir igual que el jefe de su empresa. Y como había sido suficientemente cauto como para guardar la pipa, volvió a llevársela a la boca para sacar de ella un nuevo deseo.

Y volvió a pasar el tiempo y el chalet y el cochecito se quedaron insuficientes. ¿Cómo conformarse con algo así pudiendo tener todo el oro del mundo? 

La pipa, prisionera como estaba, le cubrió con una montaña de monedas de oro. ¡Qué extraño se sentía aquél que había sido mendigo rodeado de tantas riquezas! Ni siquiera sabía muy bien qué hacer con ellas. Y como se aburría, decidió contar el dinero que tenía. 

Una vez hizo el recuento, pensó que podía sumar más dinero a la cifra. Y cuando lo tuvo, deseó un poco más y, luego, un poquito más... hasta amasar tal fortuna que apenas le entraba en la casa.

-Oh, pipa mágica –le dijo un día.- ¿Por qué no soy feliz si tengo tanto?

-Sé de alguien que puede responder a tu pregunta. Habla con el quico que todo lo sabe.

-¿Un quico? –preguntó contrariado.- Creía haberlo visto todo ya. ¿Dónde puedo encontrarlo?

-Compra una bolsa a la vendedora de golosinas. La hallarás en la boca del metro en que nos conocimos.

El hombre acudió al lugar y la encontró, con sus estrafalarias ropas de colores y su bufanda inmensa. Pensó en porqué nunca se había fijado en ella, a pesar de que se habían cruzado a menudo. Se sorprendió cuando la mujer le preguntó antes de que él pudiera decir nada: 

-¿Viene a por los quicos mágicos? Aquí tiene. Son gratis, por ser “pa usté”.

El hombre los recogió sin chistar y se fue a su lujoso chalet. Abrió la bolsa y comenzó a comer hasta que, de repente, repitiéndose la historia, una voz más ronca que la de la pipa de girasol le pidió clemencia.

-¡¡¡ Socorro, socorro !!! No me comas y te daré a cambio cualquier secreto que quieras conocer.

- Quiero saber por qué no puedo ser feliz y rico a la vez –dijo resueltamente el hombre.





El quico, con dos puntitos negros a modo de ojos y un pequeño surco que se abría como boca, dijo sin dudar:

- Porque confundes el “bienestar” con el “mejor estar”.

Y como aquellas palabras no lo convencieron, el que fuera mendigo siguió deseando dinero, y siguió recopilando las monedas que antes tan difícilmente veía y tocaba. Bañó en oro todos los muebles y cada pequeño rincón de su casa. 

Un día la astuta pipa le sugirió:

- Hay algo que no pega en esta casa: tú. Todo es de oro menos tú. 

- ¡Eso es! –dijo sin pensar el desesperado infeliz. – ¡Recúbreme de oro y así todo en torno a mi será dorado y brillante... incluido yo mismo!

La pipa satisfizo su último deseo y, con él, ella obtuvo su libertad. Y fue su último deseo, en efecto, porque aquel desdichado no pudo mover un músculo más de su cuerpo.

La persona que entró en la casa y vio la estatua dorada del que fuera mendigo se sorprendió y pensó en el dinero que sacaría con ella. La vendería y así tendría suficiente para montar una empresa y ganar un pellizquito más de monedas... y de felicidad.


FIN

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