Pocos
feligreses se encontraban en la Iglesia cuando llegamos, acorde con la escasa
cantidad de gente que había en el pueblo en estos días a pesar de no haber
acabado el verano. Acababan de tañir de nuevo las campanas anunciando que era
inminente que empezara la Misa y nada más llegar pude reconocer a algunas
personas de las que había visto o conocido en esta mi corta y primera (aunque
intensa) estancia oficial. Apenas veinte personas incluyendo al párroco, a un
joven monaguillo, a Cristina y a mí nos reunimos en el interior del templo.
Cris y yo nos quedamos bastante atrás mientras que en las primeras filas pude
distinguir a Celia, al señor Pepe, Félix (el teniente de alcalde) y un pequeño grupo de tres o cuatro ancianas vestidas
de negro y de gris oscuro. El resto lo ocupaban varios lugareños que me sonaba
haber visto de pasada o en el bar, más mujeres que hombres, y algunos
desconocidos. No pude ver entre los congregados al misterioso Ángel ni a varios
de los jugadores de cartas de ayer. Tampoco el dueño del bar parecía ser muy
devoto, aunque era factible que no hubiera podido acudir por no poder desatender
sus obligaciones.
Muy poco
tiempo después el párroco, un señor de unos setenta y muchos años muy bien
conservado, con pelo cano muy repeinado hacia atrás, lentes y unos ojos muy
vivos y penetrantes (esto lo descubrí después porque a la distancia a la que me
encontraba en ese momento me era imposible distinguirlo), comenzó su homilía.
- La Paz del Señor esté siempre con vosotros.
- Y con tu Espíritu – contestamos todos a la vez.
Lo cierto es
que la parte central del discurso una vez concluidas las letanías, lecturas de Evangelios,
etc., es decir, la homilía en sí, me resultó muy entretenida porque don Joaquín
(que así se llama el sacerdote) se expresaba de manera muy amena y locuaz. Se
notaba que es una persona muy experimentada a lo largo de muchos años de
profesión. En su charla no se limitó sólo a interpretar las lecturas de las
Sagradas Escrituras sino que además hizo un buen resumen de la actualidad
local, incluyendo el reciente suceso de la pareja desaparecida:
- … A los que Dios ayude y que pronto vuelvan a estar con
nosotros …
O un guiño a
los “nuevos vecinos”:
-… A los que veamos muchos domingos y fiestas de
guardar en esta la casa del Señor – y lo dijo mirando hacia donde estábamos
nosotros, con una sonrisa muy franca en los labios.
Una vez
concluida la Misa nos dispusimos a salir ordenadamente como suele ser en estos
casos. La mayor parte de los vecinos se marcharon despacio hacia sus casas o al
bar, sin quitarnos los ojos de encima durante un buen rato. Algunos nos
sonreían o saludaban con la cabeza sin decir una palabra; otros pasaban de
largo como si huyeran de un incendio. Tal y como esperaba, Félix vino
directamente hacia nosotros mientras charlábamos con Celia. Iba seguido muy de
cerca por don Joaquín.
- … Es terrible. La policía no tiene ninguna pista – Estaba diciendo Celia cuando nos abordó el teniente de alcalde, que educadamente
se mantuvo en un segundo plano.
- También llevan poco tiempo buscando, mujer – dijo
Cristina quitando hierro al asunto.
- Sí pero es tan raro… - siguió apuntando la hostelera -.
La Guardia Civil tiene cursada orden de desaparición y están intentando
localizar a sus familiares. Esta mañana los guardias vinieron al Hostal justo
después de marcharse ustedes – había vuelto al trato formal –. Pidieron entrar
en la habitación que tenía la pareja. Aún había utensilios de baño y ropa,
libros, revistas... Está claro que no ha sido una “espantada”; ha debido
pasarles algo terrible.
Casi se le
escapaban las lágrimas. La forma de contarlo hizo que se nos encogiera el
corazón; no sabíamos qué decir, estaba realmente desconsolada. En aquel momento
reparó en que Félix y don Joaquín se encontraban a nuestra altura escuchando,
con semblante serio.
- Ay, perdone don Félix. Y usted también, don Joaquín –
dijo Celia un poco azorada.
- Nada, no te preocupes, hija – expresó don Joaquín con
su habitual tono afable, mientras Félix la cogía suavemente por el brazo a modo
de consuelo -. Tiene que ser terrible. Ojalá los encuentren pronto sanos y
salvos, rogaremos al Señor.
- Este es nuestro nuevo vecino, Padre Joaquín – dijo Félix con
su voz de mando peculiar, como si fuera a añadir “y no puede negarse” -. A la
señorita no la conozco – añadió a continuación; me pareció que el tono ahora
era más pícaro.
- Es Cristina. Somos amigos desde hace mucho tiempo –
expliqué un poco como justificándome. Hice las presentaciones oportunas y
seguimos charlando durante un rato, mientras la plaza de la Iglesia iba
quedándose vacía.
El párroco nos
explicó que estaba adscrito a la mancomunidad que englobaba numerosos pequeños pueblos
de la comarca y que aunque residía en la capital pasaba todo su tiempo viajando
para administrar los sacramentos y celebrar Misas y Oficios.
- Me alegra tener paisanos nuevos, este pueblo lo
necesita – terminó comentando el sacerdote tras un rato de charla.
- No tengo seguro venir a vivir aquí definitivamente,
Padre – contesté al hilo de su comentario -. Aún tengo que adaptarme a mi nueva
propiedad y soy más bien hombre de ciudad. Mi trabajo y el resto de la familia
están allí, aunque había pensado que si las cosas va bien podría montar una
casa rural o algo parecido.
- ¿Adaptarte? – Dijo el párroco -. Qué curioso, tener
que acostumbrarte cuando en realidad naciste aquí.
- ¿Perdón? – Medio exclamé agachando la cabeza hasta tocar casi la suya.
- ¿Eres el nieto de Luis y Valeria? ¿El hijo de Juan
Carlos y Beatriz? – preguntó con el tono del que sabe la respuesta antes de
hacer la pregunta.
- Sí.
- Pues tú naciste aquí, en este pueblo, en la casa de
tus abuelos – afirmó el sacerdote con total seguridad. Celia, Cristina y Félix
se volvieron casi a la vez para mirarme.
- Creo que se equivoca, Padre.
- Creo que no – continuó el párroco de manera casi
jocosa -. Vamos, si fui yo el que te bautizó…
En la
actualidad.
Las luces de la Calle Mayor parpadeaban. Se
trataba de una noche cálida y húmeda, bien entrada la madrugada. El turno de
limpieza acababa de empezar su ronda habitual después de unas horas de botellón
improvisado. Ramón empujaba el carro con el cubo, las bolsas y otros utensilios
con pereza, ciertamente desganado. Nunca le había gustado el turno de noche, y
menos desde que unos desaprensivos quisieron atracarlo saltando sobre él como
buitres desde una esquina; menos mal que también rondaba la Guardia Civil y
milagrosamente se encontraban muy cerca. Comenzó a barrer de forma rítmica y
acompasada, como en tantas ocasiones hacía; pero a diferencia de otras veces,
no llevaba puestos los auriculares ni escuchaba Onda Cero. Simplemente pensaba
en los acontecimientos del día, que habían sido agradables. Sí, realmente había
tenido un buen día.
De pronto, lo oyó. Un tenue gemido, como el
maullido de un gato, salía del interior de un cubo de basura cercano. Sintió
compasión por el pobre bicho.
- Te has
quedado atrapado, ¿eh?
Dejó la escoba apoyada en el carro y abrió
la tapa del gran cubo con mucha precaución; temía que el animal allí atrapado
pudiera saltarle encima. Sin embargo, no fue el caso. Volvió a escuchar el
maullido, esta vez con mayor claridad. Al fondo del contenedor comprobó que
algo se movía. Alguien o algo vivo, muy pequeño, se encontraba envuelto en una
prenda de vestir de algodón y de un color verde bastante pálido. Desenvolvió
lentamente la prenda y quedó atónito al descubrir la menuda figura de un bebé
que se removía inquieto. Tuvo la tentación de dejarlo donde estaba y acudir a
buscar ayuda, pero temió por la seguridad del niño y lo cogió en brazos,
arropándolo nuevamente con la misma tela con la que estaba envuelto. El bebé
“maulló” de nuevo; le pareció que tenía hambre. Descubrió un poco la parte de
la prenda que le tapaba la carita y lo miró a la luz de las farolas. Era un
niño muy extraño, de muy pocos días de vida y con la cabeza muy pequeña,
parecía un poco deformado. Siguió examinándolo con mucho cuidado y descubrió
que en realidad se trataba de una niña.
- Pobre
criatura – murmuró Ramón para sus adentros - ¿Qué miserable te habrá dejado ahí
tirada?
Dejó los útiles de trabajo junto al punto de
recogida de basuras y no perdió un minuto en llevar a la niña a la Comisaría.
El sargento de guardia le conocía.
- Buenas
noches, Ramón. ¿Qué nos traes aquí?
Una hora más tarde, el buen hombre
continuaba su trabajo con todos sus pensamientos puestos en aquella pequeña,
que había sido trasladada al Hospital para su reconocimiento y con total
seguridad para su atención por parte de los servicios sociales. Ya le gustaría
a Ramón saber qué desalmado había abandonado a una pequeña e indefensa criatura
de aquella manera tan miserable. Pensó también que había tenido mucha suerte de
que él pasara por aquel punto limpio cada noche, desde hacía casi diez años.
Tuvo por un segundo la idea absurda de que en realidad alguien había dejado
allí al bebé para que él lo encontrara, asegurándose así de que la pequeña iba
a sobrevivir; una especie de “regalo” para él y su esposa, ya que nunca habían
podido tener hijos.
- Por Dios,
Ramón – se dijo a sí mismo -.
Y aunque era absurdo, tomó la determinación
de acudir al día siguiente en persona al Hospital para saber qué había sido de
la pequeña y en el futuro, si nadie la reclamaba y se lo permitían…
Sacó los auriculares del bolsillo de su
chaqueta de uniforme y se puso a escuchar la radio, mientras comenzaba a
clarear.
(Continuará).
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