Otra historia del
manuscrito del abuelo Luis:
Sola en sus aposentos, la doncella se
alisaba el pelo suavemente. A través de la ventana podía contemplar la noche
serena y la luna llena en el cielo estrellado, que iluminaba la estancia sin
necesidad de velas. En su recuerdo, las andanzas que su amado le había narrado
aquella misma noche mientras la cortejaba en el jardín de la noble casa de sus
poderosos padres y la felicidad que le invadió cuando aquel le había propuesto
matrimonio. Su extremadamente pálida tez se reflejaba en el espejo dándole una
apariencia lechosa, como un cristal sobre la nieve. Miraba fijamente a los ojos
de color azul celeste que su reflejo le devolvía mientras deslizaba lentamente
el cepillo hacia abajo, recorriendo toda su larga y sedosa cabellera blanca
como la sábana de su lecho. Cuando terminó, tiró del cordel de la campanilla
que llamaba a la servidumbre. Al poco tiempo, una joven lozana y con gesto
amable se presentó en la estancia.
- ¿Deseáis
algo antes de acostaros? – preguntó la zagala con respeto pero también con la
confianza que dan varios años de servidumbre con unos patrones afables y su
extraña hija, de la cual era asistente personal.
- Sí, Leonor.
Ve al guardarropa, tráeme el vestido que llevé puesto esta tarde y ayúdame a
ponérmelo, por favor.
- ¿Pensáis
salir de nuevo? Es muy tarde ya.
- Lo sé, pero
no tengo sueño y quiero pasear por el jardín donde esta noche he sido tan feliz
– dijo mientras se levantaba de la silla frente al tocador mostrando su menuda
figura. Sin más dilación, la criada sacó del armario de roble donde se guardaba
la ropa de diario un vestido verde esmeralda hecho de tul y encaje, más
apropiado para un banquete que para ir de paseo.
- Estáis
realmente hermosa con él – dijo Leonor cuando terminó de vestirla, sinceramente
fascinada.
- Gracias.
Puedes retirarte a descansar.
- ¿No deseáis
que os acompañe? – Preguntó la sirvienta con un ligero deje de preocupación en
la voz.
- No es
necesario. Puedes retirarte, gracias – repuso al tiempo que salía de la
estancia. La moza hizo una leve reverencia y se marchó a su cuarto, mientras la
noble dama comenzaba a descender por la escalera de mármol hacia el inmenso
salón de la entrada que se continuaba con un amplio recibidor. Salió al
exterior y notó la brisa nocturna en el rostro, avanzando lentamente para
disfrutar del momento. Giró hacia el jardín de la parte posterior de la gran casona,
que se encontraba perfectamente iluminado por la luna llena. Aquella luz no le
hacía daño, a diferencia de la del sol. Era una especie de maldición tener que
salir solamente al atardecer cuando la noche empezaba a imponer su dominio,
pero no podía evitarlo; había nacido así y ni siquiera los galenos más
prestigiosos habían sido capaces de revertir el proceso.
Iba pisando la
hojarasca con deleite y por un momento pensó en caminar descalza. Hacía una
noche perfecta, fresca pero agradable en aquel inicio de otoño. Rodeaba la
fuente del centro del jardín cuando de repente escuchó el crujir de una rama
procedente de un seto bastante alto.
- Salvador,
¿estáis ahí?
No obtuvo respuesta.
Todo había vuelto a quedar en silencio. Era tanta la devoción que sentía por su
amado que únicamente quería verlo en todo momento y deseaba que estuviera allí
junto a ella, sin reparar en lo absurda que sería su presencia en aquel lugar y
a esas horas de la noche.
- Salvador…
Un escalofrío
recorrió su espalda. Pensó de pronto que posiblemente no se trataba de su amado
sino de una alimaña o de algún bandido oculto en el jardín y esperando su
momento para asaltar la casa, invadiéndole una sensación de profundo terror.
- No juguéis
conmigo, por favor. Os ruego que os mostréis – dijo armándose de valor. Tampoco
en esta ocasión obtuvo respuesta. – Si insistís en asustarme de esta manera
gritaré y al instante acudirán en mi ayuda los guardianes de la casa.
Nada más pronunciar estas palabras, una
intensa luz azulada aunque muy cálida comenzó a brillar procedente del seto
donde había percibido el movimiento y a la vez pudo escuchar en su mente unas
palabras con total claridad.
- Casa… ¿Qué
casa?... Estáis muy lejos de vuestro hogar…
Quiso gritar
pero no fue capaz. Giró sobre sí misma
con un leve movimiento de su cuerpo frágil y menudo, descubriendo con espanto
que no era capaz de reconocer el paisaje del lugar en el que se encontraba. La
casa de sus padres había desaparecido y el jardín era un bosque tupido y
ciertamente algo tenebroso.
- ¿Quién sois?
¿Qué pretendéis de mí? - Había lágrimas en sus ojos. No comprendía lo que
ocurría y se imaginaba presa de algún hechizo o magia negra. Nuevamente unas palabras se conformaron en su
mente.
- Cuidad de
este niño, por favor. Es un bebé enfermo, como vos. Y sólo vos podréis entenderlo
y quererlo.
Un infante de pocos días de vida de piel
pálidamente rosada y pelo muy blanco, envuelto en una colcha gris de lana, se
encontraba sobre el terreno en aquel claro de bosque. La doncella lo tomó
suavemente en sus brazos. El niño no hizo movimiento alguno; dormía
plácidamente. Comenzó a acunarlo con delicadeza.
- Es como yo…
En un breve instante de tiempo, la dama se
halló nuevamente en su jardín, al lado de la fuente de piedra y con un niño entre
los brazos. No tuvo dificultad en explicar que lo había encontrado en el
jardín, donde alguien lo habría abandonado al saber que podría ser recogido por
una noble poderosa con su misma dolencia. Solamente ella conocería la verdad.
Su reputación intachable estaba fuera de toda duda y pronto el niño fue acogido
como uno más de la familia. Poco tiempo después contraería matrimonio con
Salvador, para quien la existencia de aquel bebé adoptado no fue obstáculo
alguno. Y aunque con las limitaciones propias de su enfermedad, la vida de la
noble dama fue feliz, agradeciendo todos los días de su vida aquel regalo que
le habían hecho las estrellas.
- ¿Qué demonios es esta cosa?
Una esfera
perfectamente regular y opaca de unos diez centímetros de diámetro y color
dorado reposaba sobre la mano de Cristina, que se volvió hacia mí mostrándomela
con gesto de sorpresa mal disimulado. Era metálica pero no se reflejaba nada en
su superficie. Dejé de fijar los ojos en el libro para clavarlos en la esfera.
- No tengo ni idea. Jamás lo había visto. Quizá mi
abuelo jugaba a la petanca.
- No me parece una bola de petanca. Mira, cógela. Ten
cuidado. Parece frágil.
Me tendió la
esfera con suma precaución, pasándola de su mano a las mías con un mínimo
movimiento. Realmente tenía razón; aquello no parecía una bola de petanca. De
hecho, tampoco se parecía a nada que hubiera visto antes, no por su aspecto
visual que era de lo más simple sino por sus características físicas. Apenas
tenía el peso de una pluma; en las manos únicamente se notaba el roce de la
superficie metálica, cuya temperatura era muy tibia, agradable al tacto. Sin
embargo, a pesar de su poco peso descendía a la vez que mis manos cuando las
moví hacía el suelo, suavemente al principio y con cierta energía a
continuación. Era perfectamente lisa aunque en dos extremos opuestos (como si
fueran los polos del objeto) se veían sendos orificios muy pequeños. Cada
orificio era como el que se usaría para resetear un módem.
- Parece un globo - dije expresando en voz alta mis
pensamiento -. Pesa poquísimo aunque no parece relleno de aire, fíjate como cae
hacia el suelo cuando bajo las manos, las acompaña perfectamente.
- No lo dejes caer - advirtió Cristina.
- Aquí dentro, debajo de una manta - respondió -. No entiendo cómo no estaba rota o deformada, con la poca consistencia que
tiene.
Hice una
pequeña prueba. Puse la esfera sobre una mano mientras con la otra realizaba
una compresión desde arriba intentando deformarla a partir de los dos polos. Me
fue completamente imposible. La dureza del objeto era de tal magnitud que no
fui capaz de modificar su estructura lo más mínimo. Aquel objeto desafiaba las
leyes de la Física.
- Ten cuidado - repitió Cris con cierta acritud.
- Tranquila - respondí sin dejar de mirar la esfera -.
Es impresionante. Por lo poco que pesa debe estar rellena de aire o gas pero
tan denso que soy incapaz de deformarla. No lo entiendo.
- ¿Gas? - dijo exclamando más que preguntando
-. Déjala y no juegues con ella. Puede ser peligrosa.
- Imagino que habrá estado aquí guardada durante mucho
tiempo y nunca ha pasado nada - me detuve un momento pensativo. ¿Nada? ¿Tendría
algo que ver el objeto con lo que me había sucedido en estos días? Cristina
notó mi recelo.
- ¿En qué piensas?
- No, nada. Me pregunto si puedo hacer una prueba más.
¿Tienes algún alfiler o imperdible?
- ¿No pensarás en pincharla? - Me miró como si fuera a
maltratar a un bebé.
- Tiene dos orificios muy pequeños en extremos
opuestos. Quiero presionalos con algo punzante.
- Ni soñarlo - Cris parecía seriamente enfadada -. Si
eso tiene dentro un gas puede ser peligroso.
- No lo creo, pero te haré caso. A lo mejor tu vecino
nos puede ayudar, el del laboratorio.
- Si quieres la guardo en mi bolso envuelta en un trapo
o en un pañuelo. Se lo comentaré a mi vecino cuando le llame más tarde.
- Me parece bien.
Le tendí la
esfera muy despacio. La puso en su regazo y la envolvió cuidadosamente con
un pañuelo de seda que llevaba en el bolso, depositándola después en el mismo
en un departamento especial que llevaba y del cual extrajo unas llaves para evitar
rozaduras.
- Aquí te la guardo. Si quieres luego me la pides. Pero
no hagas experimentos raros con ella por favor.
- Te lo prometo - afirmé levantando la mano derecha y
mostrando la palma -. Es muy valiente por tu parte querer llevar contigo un objeto
raro y desconocido.
Cris se encogió
de hombros.
- Yo soy así - dijo sonriente.
Seguimos
revisando algunas cosas del ático sin que ocurriera nada relevante y tras
volver a mirar en el armario vacío, que Cristina encontró fascinante, puse el
libro manuscrito pegado a la carpeta del tablet para bajar a continuación hasta
el piso inferior y continuar enseñándole el resto de la casa. Nada más
atravesar la puerta de acceso escuchamos el tañido de las campanas en la
distancia llamando a Misa.
- Se ha hecho un poco tarde - dijo Cris mirando su
reloj -. Vamos a conocer a las gentes del pueblo.
Asentí con la
cabeza y salimos al exterior, donde seguía haciendo un día luminoso.
(Continuará)
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