domingo, 9 de junio de 2013

El Ático (Parte 14)

Otra historia del manuscrito del abuelo Luis:


   Sola en sus aposentos, la doncella se alisaba el pelo suavemente. A través de la ventana podía contemplar la noche serena y la luna llena en el cielo estrellado, que iluminaba la estancia sin necesidad de velas. En su recuerdo, las andanzas que su amado le había narrado aquella misma noche mientras la cortejaba en el jardín de la noble casa de sus poderosos padres y la felicidad que le invadió cuando aquel le había propuesto matrimonio. Su extremadamente pálida tez se reflejaba en el espejo dándole una apariencia lechosa, como un cristal sobre la nieve. Miraba fijamente a los ojos de color azul celeste que su reflejo le devolvía mientras deslizaba lentamente el cepillo hacia abajo, recorriendo toda su larga y sedosa cabellera blanca como la sábana de su lecho. Cuando terminó, tiró del cordel de la campanilla que llamaba a la servidumbre. Al poco tiempo, una joven lozana y con gesto amable se presentó en la estancia.


- ¿Deseáis algo antes de acostaros? – preguntó la zagala con respeto pero también con la confianza que dan varios años de servidumbre con unos patrones afables y su extraña hija, de la cual era asistente personal.

- Sí, Leonor. Ve al guardarropa, tráeme el vestido que llevé puesto esta tarde y ayúdame a ponérmelo, por favor.

- ¿Pensáis salir de nuevo? Es muy tarde ya.

- Lo sé, pero no tengo sueño y quiero pasear por el jardín donde esta noche he sido tan feliz – dijo mientras se levantaba de la silla frente al tocador mostrando su menuda figura. Sin más dilación, la criada sacó del armario de roble donde se guardaba la ropa de diario un vestido verde esmeralda hecho de tul y encaje, más apropiado para un banquete que para ir de paseo.

- Estáis realmente hermosa con él – dijo Leonor cuando terminó de vestirla, sinceramente fascinada.

- Gracias. Puedes retirarte a descansar.

- ¿No deseáis que os acompañe? – Preguntó la sirvienta con un ligero deje de preocupación en la voz.

- No es necesario. Puedes retirarte, gracias – repuso al tiempo que salía de la estancia. La moza hizo una leve reverencia y se marchó a su cuarto, mientras la noble dama comenzaba a descender por la escalera de mármol hacia el inmenso salón de la entrada que se continuaba con un amplio recibidor. Salió al exterior y notó la brisa nocturna en el rostro, avanzando lentamente para disfrutar del momento. Giró hacia el jardín de la parte posterior de la gran casona, que se encontraba perfectamente iluminado por la luna llena. Aquella luz no le hacía daño, a diferencia de la del sol. Era una especie de maldición tener que salir solamente al atardecer cuando la noche empezaba a imponer su dominio, pero no podía evitarlo; había nacido así y ni siquiera los galenos más prestigiosos habían sido capaces de revertir el proceso.

​   Iba pisando la hojarasca con deleite y por un momento pensó en caminar descalza. Hacía una noche perfecta, fresca pero agradable en aquel inicio de otoño. Rodeaba la fuente del centro del jardín cuando de repente escuchó el crujir de una rama procedente de un seto bastante alto. 

- Salvador, ¿estáis ahí?

​   No obtuvo respuesta. Todo había vuelto a quedar en silencio. Era tanta la devoción que sentía por su amado que únicamente quería verlo en todo momento y deseaba que estuviera allí junto a ella, sin reparar en lo absurda que sería su presencia en aquel lugar y a esas horas de la noche.

- Salvador…

​   Un escalofrío recorrió su espalda. Pensó de pronto que posiblemente no se trataba de su amado sino de una alimaña o de algún bandido oculto en el jardín y esperando su momento para asaltar la casa, invadiéndole una sensación de profundo terror.

- No juguéis conmigo, por favor. Os ruego que os mostréis – dijo armándose de valor. Tampoco en esta ocasión obtuvo respuesta. – Si insistís en asustarme de esta manera gritaré y al instante acudirán en mi ayuda los guardianes de la casa.

   Nada más pronunciar estas palabras, una intensa luz azulada aunque muy cálida comenzó a brillar procedente del seto donde había percibido el movimiento y a la vez pudo escuchar en su mente unas palabras con total claridad.

- Casa… ¿Qué casa?... Estáis muy lejos de vuestro hogar…

​   Quiso gritar pero no fue capaz.  Giró sobre sí misma con un leve movimiento de su cuerpo frágil y menudo, descubriendo con espanto que no era capaz de reconocer el paisaje del lugar en el que se encontraba. La casa de sus padres había desaparecido y el jardín era un bosque tupido y ciertamente algo tenebroso.

- ¿Quién sois? ¿Qué pretendéis de mí? - Había lágrimas en sus ojos. No comprendía lo que ocurría y se imaginaba presa de algún hechizo o magia negra.  Nuevamente unas palabras se conformaron en su mente.

- Cuidad de este niño, por favor. Es un bebé enfermo, como vos. Y sólo vos podréis entenderlo y quererlo.

   Un infante de pocos días de vida de piel pálidamente rosada y pelo muy blanco, envuelto en una colcha gris de lana, se encontraba sobre el terreno en aquel claro de bosque. La doncella lo tomó suavemente en sus brazos. El niño no hizo movimiento alguno; dormía plácidamente. Comenzó a acunarlo con delicadeza.

- Es como yo…

   En un breve instante de tiempo, la dama se halló nuevamente en su jardín, al lado de la fuente de piedra y con un niño entre los brazos. No tuvo dificultad en explicar que lo había encontrado en el jardín, donde alguien lo habría abandonado al saber que podría ser recogido por una noble poderosa con su misma dolencia. Solamente ella conocería la verdad. Su reputación intachable estaba fuera de toda duda y pronto el niño fue acogido como uno más de la familia. Poco tiempo después contraería matrimonio con Salvador, para quien la existencia de aquel bebé adoptado no fue obstáculo alguno. Y aunque con las limitaciones propias de su enfermedad, la vida de la noble dama fue feliz, agradeciendo todos los días de su vida aquel regalo que le habían hecho las estrellas.






- ¿Qué demonios es esta cosa?

   Una esfera perfectamente regular y opaca de unos diez centímetros de diámetro y color dorado reposaba sobre la mano de Cristina, que se volvió hacia mí mostrándomela con gesto de sorpresa mal disimulado. Era metálica pero no se reflejaba nada en su superficie. Dejé de fijar los ojos en el libro para clavarlos en la esfera.

- No tengo ni idea. Jamás lo había visto. Quizá mi abuelo jugaba a la petanca.

- No me parece una bola de petanca. Mira, cógela. Ten cuidado. Parece frágil.

   Me tendió la esfera con suma precaución, pasándola de su mano a las mías con un mínimo movimiento. Realmente tenía razón; aquello no parecía una bola de petanca. De hecho, tampoco se parecía a nada que hubiera visto antes, no por su aspecto visual que era de lo más simple sino por sus características físicas. Apenas tenía el peso de una pluma; en las manos únicamente se notaba el roce de la superficie metálica, cuya temperatura era muy tibia, agradable al tacto. Sin embargo, a pesar de su poco peso descendía a la vez que mis manos cuando las moví hacía el suelo, suavemente al principio y con cierta energía a continuación. Era perfectamente lisa aunque en dos extremos opuestos (como si fueran los polos del objeto) se veían sendos orificios muy pequeños. Cada orificio era como el que se usaría para resetear un módem.

- Parece un globo - dije expresando en voz alta mis pensamiento -. Pesa poquísimo aunque no parece relleno de aire, fíjate como cae hacia el suelo cuando bajo las manos, las acompaña perfectamente.

- No lo dejes caer - advirtió Cristina.

- No te preocupes. ¿Y esto estaba en el baúl?

- Aquí dentro, debajo de una manta - respondió -. No entiendo cómo no estaba rota o deformada, con la poca consistencia que tiene.

   Hice una pequeña prueba. Puse la esfera sobre una mano mientras con la otra realizaba una compresión desde arriba intentando deformarla a partir de los dos polos. Me fue completamente imposible. La dureza del objeto era de tal magnitud que no fui capaz de modificar su estructura lo más mínimo. Aquel objeto desafiaba las leyes de la Física.

- Ten cuidado - repitió Cris con cierta acritud.

- Tranquila - respondí sin dejar de mirar la esfera -. Es impresionante. Por lo poco que pesa debe estar rellena de aire o gas pero tan denso que soy incapaz de deformarla. No lo entiendo.

- ¿Gas? - dijo exclamando más que preguntando -. Déjala y no juegues con ella. Puede ser peligrosa.

- Imagino que habrá estado aquí guardada durante mucho tiempo y nunca ha pasado nada - me detuve un momento pensativo. ¿Nada? ¿Tendría algo que ver el objeto con lo que me había sucedido en estos días? Cristina notó mi recelo.

- ¿En qué piensas?

- No, nada. Me pregunto si puedo hacer una prueba más. ¿Tienes algún alfiler o imperdible?

- ¿No pensarás en pincharla? - Me miró como si fuera a maltratar a un bebé.

- Tiene dos orificios muy pequeños en extremos opuestos. Quiero presionalos con algo punzante.

- Ni soñarlo - Cris parecía seriamente enfadada -. Si eso tiene dentro un gas puede ser peligroso.

- No lo creo, pero te haré caso. A lo mejor tu vecino nos puede ayudar, el del laboratorio.

- Si quieres la guardo en mi bolso envuelta en un trapo o en un pañuelo. Se lo comentaré a mi vecino cuando le llame más tarde.

- Me parece bien.

     Le tendí la esfera muy despacio. La puso en su regazo y la envolvió cuidadosamente con un pañuelo de seda que llevaba en el bolso, depositándola después en el mismo en un departamento especial que llevaba y del cual extrajo unas llaves para evitar rozaduras.

- Aquí te la guardo. Si quieres luego me la pides. Pero no hagas experimentos raros con ella por favor.

- Te lo prometo - afirmé levantando la mano derecha y mostrando la palma -. Es muy valiente por tu parte querer llevar contigo un objeto raro y desconocido.
  
     Cris se encogió de hombros.

- Yo soy así - dijo sonriente.
  
     Seguimos revisando algunas cosas del ático sin que ocurriera nada relevante y tras volver a mirar en el armario vacío, que Cristina encontró fascinante, puse el libro manuscrito pegado a la carpeta del tablet para bajar a continuación hasta el piso inferior y continuar enseñándole el resto de la casa. Nada más atravesar la puerta de acceso escuchamos el tañido de las campanas en la distancia llamando a Misa.

- Se ha hecho un poco tarde - dijo Cris mirando su reloj -. Vamos a conocer a las gentes del pueblo.

   Asentí con la cabeza y salimos al exterior, donde seguía haciendo un día luminoso.




(Continuará)



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