- Me he acordado ahora – respondí con un leve tono de
disculpa -. La verdad es que he guardado esta nota desde que me la entregó el
representante de la Notaría pero prácticamente me había olvidado de ella hasta
que me has preguntado durante la comida si había alguna condición en el
testamento que debería cumplir para formalizar la herencia.
- Es lo que pasa en las películas ¿no? – Continuó Cris
tendiéndome la nota para que la guardara. – El chico hereda si cumple alguna
condición, que en muchas ocasiones es la causa que mueve la trama. Ya me ha
vuelto a salir la vena Sergio.
- La causa que mueve la trama… - repetí solemnemente -
… y la causa de su perdición.
- Sobre todo en las de Terror – añadí guardando de
nuevo la nota en la solapa de la funda. Cristina obvió mi último comentario y
siguió hablando como si tal cosa:
- No puedes desprenderte de nada de lo que hay en el
ático… Eso me recuerda que tengo yo guardada la bola esa que encontramos en el
arcón – comenzó a rebuscar en su bolso -. A lo mejor tu abuela se refería a que
no te desprendieras de algo en concreto pero no quería darte demasiadas pistas
y por eso incluyó todo el mobiliario. ¿Y si se refería a la bola esta que
encontramos? … Demonios … - siguió rebuscando esta vez con mayor frenesí - … No
la encuentro. Ni siquiera está el pañuelo en el que la envolví. ¿Te la he
devuelto en algún momento?
- Para nada. Debes tenerla tú todavía en el bolso –
dije agachando la cabeza y mirando hacia donde ella rebuscaba.
- Pues te juro que aquí no está – añadió con un tono de
preocupación en la voz, deteniéndose en su loca búsqueda -. ¡Como la haya
perdido me da algo!
- Tranquila Cris, no es para tanto. No pasa nada, ya
aparecerá. Vámonos al bar a ver qué quiere el camarero, anda – cambié de tema
para que se le pasara la preocupación, pero no lo conseguí del todo. Volvió a
remover el contenido del bolso, sacándolo todo y distribuyéndolo por encima de
una mesita: llaves, móvil, cartera, una pitillera, una lima y un sinfín de
cosas más. La interrumpí con un nuevo comentario:
- ¿Y esa pitillera? ¿Desde cuándo fumas? – Nuevamente
detuvo su vorágine y me miró a los ojos, fulminándome.
- ¿Me has visto fumar desde que he venido? – Continuó
con su frenética actividad – Es de Sergio. Nos cabreamos la última vez que
estuvimos juntos precisamente por causa del tabaco. Se pasa varios pueblos con
el fumado y tiene accesos de tos muy violentos, en el último creí que se
ahogaba. Le propuse delicadamente que dejara el tabaco y le escondí la
pitillera. Como no la encontraba se puso como una fiera y nos enfadamos aún más.
- “¿Le propusiste delicadamente?” – remarqué con
retintín.
- Sí. Bueno… Le solté una leche. Pero incluso le hizo
gracia. Me cabreé y dejamos de hablarnos.
- Pero… - dije con un gesto más serio, después de atar
cabos -… No me digas que no le dijiste que venías al pueblo.
- Pues no. Pero cuando conducía hacia aquí esta mañana
hablé con él por el móvil y se lo expliqué. Le conté también que dejara de
buscar la pitillera y más o menos hicimos las paces. Me ha dicho que intentará
dejar el tabaco.
- Seguro que le tendrás preocupado – afirmé intentando
no ser demasiado melodramático.
- Eran dieciséis las llamadas suyas perdidas que tenía
en el móvil. Lo he tenido en silencio desde que me llevaste a conocer tu casa.
- Ya te dije que está muy liado con el trabajo este fin
de semana.
Con todos sus
efectos personales sobre la mesa y el bolso vacío, agachó los hombros y resopló
como dándose por vencida.
- Te juro que no lo entiendo – dijo mientras volvía a
colocar las cosas en el interior del bolso.
- Tranquila. Ya aparecerá. Venga, vámonos al bar –
animé jovialmente, levantándome a continuación.
La tarde
estaba tranquila y soleada, con algunas nubes de las que se forman vespertinas
pero sin amenazar tormenta. Nos movimos despacio, dando un agradable paseo, y
aún así en muy poco tiempo nos encontrábamos ante la puerta del bar. Se oían
voces en el interior pero no pude reconocerlas con claridad. Entramos
desplazando la cortina de tiras de metal y sorteando el escalón, del cual avisé
a Cristina demasiado tarde y tropezó ligeramente aunque pude sujetarla a tiempo
para que no cayera.
- Leche con el escaloncito…
- Perdona, olvidé avisarte.
El interior
estaba oscuro, quizá demasiado. Estaban los mismos jugadores de cartas que el
día de ayer, en la misma mesa junto a la ventana por la cual entraba la luz de
la tarde, suficiente para que pudieran mantener su partida. El ambiente no era
tan jovial como el día anterior; sin duda había cundido la noticia de la
desaparición de los jóvenes maños y estaba un poco más enrarecido, no había
voces altas salvo las que algún jugador profería en ciertos lances del juego
que le disgustaban, acompañadas por una retahíla de tacos. Nos pegamos a la
barra y esperamos un rato a que el camarero saliera de la cocina al notar que
alguien entraba en el establecimiento.
- Ah, hola, son ustedes. Les esperaba – se frotó las
manos en una especie de delantal que llevaba puesto mientas nos sonreía
amablemente. Parecía más relajado en apariencia -. ¿Quieren tomar algo? Invita
la casa.
- Gracias – rehusé educadamente -. La verdad es que hemos
venido expresamente por lo que nos comentó esta mañana.
- Sí, sí. Quería aclararles algo acerca de lo que le
ocurrió aquí a usted ayer por la tarde. Pasen conmigo a la cocina.
Seguimos al
camarero después de que éste nos abriera un compartimento de la barra que
permitía el acceso a la parte posterior de la misma y de ahí a la cocina por
una oquedad sin puerta. Uno de los jugadores de cartas no nos quitaba ojo de
encima; los demás estaban enfrascados en la siguiente jugada. La cocina no
estaba excesivamente limpia pero tampoco resultaba desagradable en exceso. Nos
sentamos los tres en taburetes alrededor de una mesa de madera sencilla cerca
de la plancha, que aún no estaba encendida. El hombre comenzó a hablar casi
antes de sentarnos, en voz baja y pausada.
- Ayer pudo conocer a gente del pueblo y entre ellos,
aquí con nosotros, estaba Ángel…
- Podemos tratarnos de tú si quiere… - interrumpí
discretamente -. Somos vecinos.
- Está bien. Me llamo Pablo - dijo el tabernero
tendiéndonos la mano; al fin se presentaba correctamente.
- Cristina y Juan – dije estrechándosela, haciendo lo
propio Cris a continuación. El hombre continuó hablando como si la interrupción
no se hubiera producido.
- Pues bien. Te pudo parecer que Ángel es bastante raro
y realmente tiene mala fama en el pueblo. La gente le considera un pendenciero
y un borrachín. Realmente no lo es, os lo puedo asegurar. Únicamente tiene sus
motivos para ser como es y si es huraño es porque nadie ha hecho lo más mínimo
para comprenderle y acercarse a él, especialmente por culpa del gilipollas de
Félix, el teniente de alcalde. Le tiene ojeriza y se encarga de ridiculizarlo a
la mínima ocasión. Ya sabéis cómo son los pueblos. Todo el mundo sigue la
corriente a Félix porque ostenta un cargo de cierto poder y quieren estar
arrimaditos a él, así que al pobre Ángel le hacen el vacío de una forma
descarada simplemente para caerle mejor a Félix.
- ¿Y en qué nos
afecta eso a nosotros? – Pregunté mientras Pablo hacía una breve pausa para
respirar. Tanto cotilleo rural de sopetón me había cargado bastante. Miré de
reojo a Cristina, que sentía exactamente lo mismo.
- En que si él dice que algo raro ronda tu casa es
cierto con toda probabilidad.
Era
precisamente lo que me estaba imaginando, sólo necesitaba confirmación. Pablo
continuó, esta vez en voz aún más baja.
- Sí es cierto que ha bebido mucho y que tiene una
cirrosis avanzada, pero desde que se la diagnosticaron y el médico se puso
serio con él os juro que no ha vuelto a probar el alcohol, ni una sola gota. Me
consta porque aquí siempre pide mostos o refrescos y en su casa la mujer le
tiene muy vigilado y además es prima mía, así que me informa casi a diario de
que efectivamente no prueba una gota de alcohol.
- ¿Y ese tal Ángel quién es? – Dijo Cris interrumpiendo
el discurso.
- Sus tíos abuelos eran gente de toda la vida del
pueblo, como tus abuelos Valeria y Luis – explicó Pablo mirándonos
alternativamente -. Se llamaban Ángeles y Pedro. Eran dueños de la vaquería que
se encontraba al final del pueblo y que ya no existe. No tuvieron hijos pero la
señora Ángeles tenía una sobrina que quedó muy pronto viuda y madre del pequeño
Ángel, al que ayudó a criar como si fuera un nieto propio; en realidad era su
sobrino nieto. En esta ocasión fui yo
mismo el que metió baza:
- Tengo referencias de esa vaquería. Creo que tuvieron
que cerrarla por un asunto turbio.
- Así es – continuó Pablo -. El señor Pedro fue acusado
de asesinato y enviado a prisión por la desaparición de un niño del pueblo a
pesar de que las pruebas encontradas no fueron suficientes ni concluyentes, ya
que nunca apareció el cadáver. Nadie sabe muy bien cómo fue exactamente la
historia pero el caso es que murió en la cárcel por algo del pulmón. El hecho
dejó a la señora Ángeles sumida en una profunda depresión de la que remontó un
poco cuando nació el hijo de su sobrina, dos años después de que el señor Pedro
falleciera.
- Nuestro Ángel – dijo Cristina, quien afortunadamente
parecía seguir bien la historia de la cual yo ya me había perdido hacía rato.
- Exacto – respondió Pablo -. El caso es que la sobrina
enviudó muy poco tiempo después de nacer el pequeño y lo criaron ella y la
señora Ángeles. Nunca se quitaron de encima el sambenito de la sospecha del supuesto asesinato que había cometido Pedro. Y en los pueblos eso puede ser una lacra para toda la vida.
- O sea - resumió Cristina -, que Ángel nació después de que su tío abuelo
muriera en prisión, con su tía abuela desesperada teniendo que abandonar su
negocio de toda la vida y su madre enviudando poco después, en un pueblo que
les era hostil.
- Muy buen resumen – dijo el camarero, sin duda
satisfecho de saber que no tendría que explicar todo de nuevo otra vez. Yo
estaba atónito -. Algunas habladurías dicen que la sobrina en realidad no
enviudó sino que era madre soltera, lo cual ya sabéis que no estaba bien visto.
- A la Inquisición – añadió Cris haciendo un gesto con
el pulgar hacia abajo. Pablo sonrió ligeramente.
- Todo ocurrió hace muchos años y no podemos asegurar
todos los hechos, pero al menos comprenderéis que en cierto modo Ángel tiene
motivos sobrados para ser como es.
Hubo un breve
periodo de silencio, que rompí con una sencilla frase:
- Esa fue también la historia del pequeño Lucas…
Pablo me miró
con asombro.
- Así es. Ese fue el pequeño que desapareció y que
nunca fue encontrado. ¿Cómo lo sabe?
Expliqué un
poco por encima lo que me había contado Celia y también el hallazgo del
manuscrito del abuelo Luis donde se recopilaban cuentos y leyendas, así como la
nota a mano de mi abuelo que por las fechas parecía relacionar la historia de
la desaparición del niño con la explosión de unos astilleros en la provincia de
Cádiz.
- Qué curioso… - dijo el camarero mirando al vacío -.
Yo sí sé qué relación existe entre ambos hechos.
(Continuará).
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