domingo, 7 de julio de 2013

El Ático (Parte 18)


- ¿Y cuándo pensabas decírmelo? – Dijo Cristina mientras doblaba en cuatro la nota que le mostraba. La había sacado de la funda del tablet que uso como diario expresamente para enseñársela, después de comer en el Hostal el rico menú que nos preparó Celia y antes de ponernos de camino al bar.

- Me he acordado ahora – respondí con un leve tono de disculpa -. La verdad es que he guardado esta nota desde que me la entregó el representante de la Notaría pero prácticamente me había olvidado de ella hasta que me has preguntado durante la comida si había alguna condición en el testamento que debería cumplir para formalizar la herencia.

- Es lo que pasa en las películas ¿no? – Continuó Cris tendiéndome la nota para que la guardara. – El chico hereda si cumple alguna condición, que en muchas ocasiones es la causa que mueve la trama. Ya me ha vuelto a salir la vena Sergio.

- La causa que mueve la trama… - repetí solemnemente - … y la causa de su perdición.

- ¡Por Dios, chico! – Exclamó soltándome otro de sus famosos manotazos -. Aunque sí he de reconocer que tu condición no es menos rara que las que aparecen en las películas.

- Sobre todo en las de Terror – añadí guardando de nuevo la nota en la solapa de la funda. Cristina obvió mi último comentario y siguió hablando como si tal cosa:

- No puedes desprenderte de nada de lo que hay en el ático… Eso me recuerda que tengo yo guardada la bola esa que encontramos en el arcón – comenzó a rebuscar en su bolso -. A lo mejor tu abuela se refería a que no te desprendieras de algo en concreto pero no quería darte demasiadas pistas y por eso incluyó todo el mobiliario. ¿Y si se refería a la bola esta que encontramos? … Demonios … - siguió rebuscando esta vez con mayor frenesí - … No la encuentro. Ni siquiera está el pañuelo en el que la envolví. ¿Te la he devuelto en algún momento?

- Para nada. Debes tenerla tú todavía en el bolso – dije agachando la cabeza y mirando hacia donde ella rebuscaba.

- Pues te juro que aquí no está – añadió con un tono de preocupación en la voz, deteniéndose en su loca búsqueda -. ¡Como la haya perdido me da algo!

- Tranquila Cris, no es para tanto. No pasa nada, ya aparecerá. Vámonos al bar a ver qué quiere el camarero, anda – cambié de tema para que se le pasara la preocupación, pero no lo conseguí del todo. Volvió a remover el contenido del bolso, sacándolo todo y distribuyéndolo por encima de una mesita: llaves, móvil, cartera, una pitillera, una lima y un sinfín de cosas más. La interrumpí con un nuevo comentario:

- ¿Y esa pitillera? ¿Desde cuándo fumas? – Nuevamente detuvo su vorágine y me miró a los ojos, fulminándome.

- ¿Me has visto fumar desde que he venido? – Continuó con su frenética actividad – Es de Sergio. Nos cabreamos la última vez que estuvimos juntos precisamente por causa del tabaco. Se pasa varios pueblos con el fumado y tiene accesos de tos muy violentos, en el último creí que se ahogaba. Le propuse delicadamente que dejara el tabaco y le escondí la pitillera. Como no la encontraba se puso como una fiera y nos enfadamos aún más.

- “¿Le propusiste delicadamente?” – remarqué con retintín.

- Sí. Bueno… Le solté una leche. Pero incluso le hizo gracia. Me cabreé y dejamos de hablarnos.

- Pero… - dije con un gesto más serio, después de atar cabos -… No me digas que no le dijiste que venías al pueblo.

- Pues no. Pero cuando conducía hacia aquí esta mañana hablé con él por el móvil y se lo expliqué. Le conté también que dejara de buscar la pitillera y más o menos hicimos las paces. Me ha dicho que intentará dejar el tabaco.

- Seguro que le tendrás preocupado – afirmé intentando no ser demasiado melodramático.

- Eran dieciséis las llamadas suyas perdidas que tenía en el móvil. Lo he tenido en silencio desde que me llevaste a conocer tu casa.

- Joder… - exclamé espontáneamente -. Lo raro es que no se haya presentado aquí.

- Ya te dije que está muy liado con el trabajo este fin de semana.

    Con todos sus efectos personales sobre la mesa y el bolso vacío, agachó los hombros y resopló como dándose por vencida.

- Te juro que no lo entiendo – dijo mientras volvía a colocar las cosas en el interior del bolso.

- Tranquila. Ya aparecerá. Venga, vámonos al bar – animé jovialmente, levantándome a continuación.

     La tarde estaba tranquila y soleada, con algunas nubes de las que se forman vespertinas pero sin amenazar tormenta. Nos movimos despacio, dando un agradable paseo, y aún así en muy poco tiempo nos encontrábamos ante la puerta del bar. Se oían voces en el interior pero no pude reconocerlas con claridad. Entramos desplazando la cortina de tiras de metal y sorteando el escalón, del cual avisé a Cristina demasiado tarde y tropezó ligeramente aunque pude sujetarla a tiempo para que no cayera.

- Leche con el escaloncito…

- Perdona, olvidé avisarte.

    El interior estaba oscuro, quizá demasiado. Estaban los mismos jugadores de cartas que el día de ayer, en la misma mesa junto a la ventana por la cual entraba la luz de la tarde, suficiente para que pudieran mantener su partida. El ambiente no era tan jovial como el día anterior; sin duda había cundido la noticia de la desaparición de los jóvenes maños y estaba un poco más enrarecido, no había voces altas salvo las que algún jugador profería en ciertos lances del juego que le disgustaban, acompañadas por una retahíla de tacos. Nos pegamos a la barra y esperamos un rato a que el camarero saliera de la cocina al notar que alguien entraba en el establecimiento.

- Ah, hola, son ustedes. Les esperaba – se frotó las manos en una especie de delantal que llevaba puesto mientas nos sonreía amablemente. Parecía más relajado en apariencia -. ¿Quieren tomar algo? Invita la casa.

- Gracias – rehusé educadamente -. La verdad es que hemos venido expresamente por lo que nos comentó esta mañana.

- Sí, sí. Quería aclararles algo acerca de lo que le ocurrió aquí a usted ayer por la tarde. Pasen conmigo a la cocina.

    Seguimos al camarero después de que éste nos abriera un compartimento de la barra que permitía el acceso a la parte posterior de la misma y de ahí a la cocina por una oquedad sin puerta. Uno de los jugadores de cartas no nos quitaba ojo de encima; los demás estaban enfrascados en la siguiente jugada. La cocina no estaba excesivamente limpia pero tampoco resultaba desagradable en exceso. Nos sentamos los tres en taburetes alrededor de una mesa de madera sencilla cerca de la plancha, que aún no estaba encendida. El hombre comenzó a hablar casi antes de sentarnos, en voz baja y pausada.

- Ayer pudo conocer a gente del pueblo y entre ellos, aquí con nosotros, estaba Ángel…

- Podemos tratarnos de tú si quiere… - interrumpí discretamente -. Somos vecinos.

- Está bien. Me llamo Pablo - dijo el tabernero tendiéndonos la mano; al fin se presentaba correctamente.

- Cristina y Juan – dije estrechándosela, haciendo lo propio Cris a continuación. El hombre continuó hablando como si la interrupción no se hubiera producido.

- Pues bien. Te pudo parecer que Ángel es bastante raro y realmente tiene mala fama en el pueblo. La gente le considera un pendenciero y un borrachín. Realmente no lo es, os lo puedo asegurar. Únicamente tiene sus motivos para ser como es y si es huraño es porque nadie ha hecho lo más mínimo para comprenderle y acercarse a él, especialmente por culpa del gilipollas de Félix, el teniente de alcalde. Le tiene ojeriza y se encarga de ridiculizarlo a la mínima ocasión. Ya sabéis cómo son los pueblos. Todo el mundo sigue la corriente a Félix porque ostenta un cargo de cierto poder y quieren estar arrimaditos a él, así que al pobre Ángel le hacen el vacío de una forma descarada simplemente para caerle mejor a Félix.

 - ¿Y en qué nos afecta eso a nosotros? – Pregunté mientras Pablo hacía una breve pausa para respirar. Tanto cotilleo rural de sopetón me había cargado bastante. Miré de reojo a Cristina, que sentía exactamente lo mismo.

- En que si él dice que algo raro ronda tu casa es cierto con toda probabilidad.

    Era precisamente lo que me estaba imaginando, sólo necesitaba confirmación. Pablo continuó, esta vez en voz aún más baja.

- Sí es cierto que ha bebido mucho y que tiene una cirrosis avanzada, pero desde que se la diagnosticaron y el médico se puso serio con él os juro que no ha vuelto a probar el alcohol, ni una sola gota. Me consta porque aquí siempre pide mostos o refrescos y en su casa la mujer le tiene muy vigilado y además es prima mía, así que me informa casi a diario de que efectivamente no prueba una gota de alcohol.

- ¿Y ese tal Ángel quién es? – Dijo Cris interrumpiendo el discurso.

- Sus tíos abuelos eran gente de toda la vida del pueblo, como tus abuelos Valeria y Luis – explicó Pablo mirándonos alternativamente -. Se llamaban Ángeles y Pedro. Eran dueños de la vaquería que se encontraba al final del pueblo y que ya no existe. No tuvieron hijos pero la señora Ángeles tenía una sobrina que quedó muy pronto viuda y madre del pequeño Ángel, al que ayudó a criar como si fuera un nieto propio; en realidad era su sobrino nieto.  En esta ocasión fui yo mismo el que metió baza:

- Tengo referencias de esa vaquería. Creo que tuvieron que cerrarla por un asunto turbio.

- Así es – continuó Pablo -. El señor Pedro fue acusado de asesinato y enviado a prisión por la desaparición de un niño del pueblo a pesar de que las pruebas encontradas no fueron suficientes ni concluyentes, ya que nunca apareció el cadáver. Nadie sabe muy bien cómo fue exactamente la historia pero el caso es que murió en la cárcel por algo del pulmón. El hecho dejó a la señora Ángeles sumida en una profunda depresión de la que remontó un poco cuando nació el hijo de su sobrina, dos años después de que el señor Pedro falleciera.

- Nuestro Ángel – dijo Cristina, quien afortunadamente parecía seguir bien la historia de la cual yo ya me había perdido hacía rato.

- Exacto – respondió Pablo -. El caso es que la sobrina enviudó muy poco tiempo después de nacer el pequeño y lo criaron ella y la señora Ángeles. Nunca se quitaron de encima el sambenito de la sospecha del supuesto asesinato que había cometido Pedro. Y en los pueblos eso puede ser una lacra para toda la vida.

- O sea - resumió Cristina -, que Ángel nació después de que su tío abuelo muriera en prisión, con su tía abuela desesperada teniendo que abandonar su negocio de toda la vida y su madre enviudando poco después, en un pueblo que les era hostil.

- Muy buen resumen – dijo el camarero, sin duda satisfecho de saber que no tendría que explicar todo de nuevo otra vez. Yo estaba atónito -. Algunas habladurías dicen que la sobrina en realidad no enviudó sino que era madre soltera, lo cual ya sabéis que no estaba bien visto.

- A la Inquisición – añadió Cris haciendo un gesto con el pulgar hacia abajo. Pablo sonrió ligeramente.

- Todo ocurrió hace muchos años y no podemos asegurar todos los hechos, pero al menos comprenderéis que en cierto modo Ángel tiene motivos sobrados para ser como es.

    Hubo un breve periodo de silencio, que rompí con una sencilla frase:

- Esa fue también la historia del pequeño Lucas…

    Pablo me miró con asombro.

- Así es. Ese fue el pequeño que desapareció y que nunca fue encontrado. ¿Cómo lo sabe?

   

    Expliqué un poco por encima lo que me había contado Celia y también el hallazgo del manuscrito del abuelo Luis donde se recopilaban cuentos y leyendas, así como la nota a mano de mi abuelo que por las fechas parecía relacionar la historia de la desaparición del niño con la explosión de unos astilleros en la provincia de Cádiz. 


- Qué curioso… - dijo el camarero mirando al vacío -. Yo sí sé qué relación existe entre ambos hechos.

(Continuará).












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