domingo, 21 de julio de 2013

El Ático (Parte 20)

    Sentados en los taburetes de la cocina del bar, Pablo el camarero continuó explicando la historia del pequeño Lucas. El hombre volvió a ofrecernos amablemente algo para tomar y en esta ocasión sí se lo aceptamos. Tanto Cristina como yo pedimos una cocacola.

- Como os iba diciendo… - dijo mientras abría dos botellas de cocacola de envasado antiguo mientras él se servía un botellín de cerveza - … Lucas era un niño del pueblo pero no vivía aquí permanentemente. Sus padres residían en Bilbao por el trabajo del padre, que era ingeniero naval. Los abuelos maternos de Lucas, María y Ladislao, creo que sí eran naturales del pueblo o al menos sí que residían permanentemente en él. El niño pasaba el verano en casa de sus abuelos como tantos otros niños de la época.

   Hizo una breve pausa para beber un sorbo directamente del botellín de cerveza.

- En 1947 el padre de Lucas fue ascendido por su buena labor para el ejército aunque no era militar; formaba parte del personal civil. El ascenso implicaba tener que trasladarse con toda la familia a vivir nada menos que a Cádiz, al otro extremo del país, de manera que aquel año Lucas no podría pasar todo el verano con sus abuelos. Según pude averiguar, el niño estuvo en el pueblo durante el mes de julio e iba a pasar con sus abuelos hasta el 15 de agosto, fecha en la que toda la familia (realmente los padres y Lucas, que era hijo único) se trasladaría a aquella ciudad, concretamente al barrio de San Severiano.

   Empecé a atar cabos en mi mente. Según la nota del diario de mi abuelo, el barrio mencionado por Pablo quedó completamente arrasado por una explosión terrorífica en el polvorín de minas de una base de Defensa marina conocida como "Depósito de Torpedos".

- Al desaparecer Lucas a primeros de agosto, su padre renunció al traslado y el hecho tuvo repercusiones muy graves para la familia, puesto que la única obsesión fue buscar sin cesar al pequeño.

- Lógico - apuntilló Cristina mientras apuraba su refresco. Pablo continuó hablando:

- Pues el caso es que el 18 de agosto, tres días después de la prevista llegada de la familia a su nuevo destino, hubo una explosión histórica en los astilleros y el barrio donde iban a residir Lucas y su familia quedó completamente arrasado. Hubo más de 150 muertos y miles de heridos. La zona donde iba a vivir la familia quedó completamente destruida, lo cual hubiera supuesto la muerte de todos ellos casi con total seguridad.

- Es decir - interrumpí con la mirada perdida en el vacío -, que si Lucas no hubiera desaparecido se habría trasladado con sus padres a vivir al barrio que quedó destruido por la explosión y habrían muerto todos.

- Así es - concedió Pablo -. En cierto modo, su desaparición les "salvó" la vida.

- Pero nunca apareció - añadió Cris -, así que fue cambiar una forma de muerte por otra.

- Tampoco apareció su cadáver - dije mirándola directamente a los ojos -, así que no sabemos si murió o fue secuestrado o tuvo finalmente una vida aceptable.

- A estas alturas no creo que lo lleguemos a saber nunca - puntualizó Pablo.

- Sus padres sí que evitaron una muerte segura al no trasladarse a vivir al barrio de San Severiano - argumentó Cristina.

- Sí pero su vida cambió radicalmente - explicó Pablo -. Los padres vinieron al pueblo a vivir al solicitar el marido una excedencia para controlar las pesquisas policiales, que duraron mucho tiempo. Finalmente se llegó a la precipitada conclusión de que el señor Pedro, el dueño de la vaquería, había sido el responsable de la desaparición y presumible muerte de Lucas por lo cual fue a prisión. En aquellos tiempos no se andaba con muchas contemplaciones.

- ¿Pero en qué se basaron para acusarlo? - preguntó Cris, a lo cual Pablo continuó explicando:

- La última persona que vio al niño con vida fue Ángeles, la mujer de Pedro. María, la abuela de Lucas, había enviado al pequeño a la vaquería para comprar leche como tantas otras veces. Nunca volvió a casa. Esa misma noche comenzó la búsqueda y en un claro del bosque encontraron a Pedro el vaquero arrodillado sobre el terreno con un cántaro de leche derramada junto a él.

- ¿Y sólo por eso...? - exclamó Cris precipitándose.

- No, no, espere - dijo el camarero con calma -. El vaquero estaba en estado de shock. Apenas acertaba a murmurar unas palabras: "No pude evitarlo", "Se ha ido para siempre". Y en sus manos tenía algunos efectos personales que llevaba Lucas como una medalla de la virgen de Begoña, un pañuelo con algunas manchas de sangre que posteriormente se vio que era del grupo de Lucas.

    Hizo otra pausa envuelta en misterio, continuando poco después:

- Eso les bastó para acusarlo, aunque nunca llegó a confesar qué había hecho con el cuerpo del niño. Murió unos años después en prisión prácticamente en el mismo estado de shock en el que lo habían encontrado. Los padres de Lucas volvieron a Bilbao totalmente abatidos y los abuelos continuaron viviendo en el pueblo pero imaginaos de qué manera.

- Les falla el móvil - comentó Cristina al más propio estilo C.S.I. -. ¿Por qué motivo iba ese hombre a matar al pequeño?

- Enajenación mental - dijo Pablo con naturalidad.

- Sí, es lo más fácil - añadió Cris. Seguí yo con una cuestión que me resultaba sumamente interesante:

- Por las fechas mis abuelos debían llevar pocos años viviendo en el pueblo y su casa estaba próxima a la vaquería. ¿Nadie sospechó nunca de ellos o pensó que podían haber visto algo?

- Se interrogó a todo el pueblo y por supuesto también a Valeria y Luis, pero no pudieron aportar más información. No puedo daros más datos con seguridad.

   Se hizo un instante de silencio mientras asimilábamos la información. Finalmente decidimos despedirnos de nuestro anfitrión.

- Gracias por la información, Pablo - dije estrechándole la mano y poniéndome en pie -. Creo que debemos marcharnos ya. Cris tiene que volver a Soria.

   Pablo se levantó a su vez y se despidió afablemente de nosotros.

- Espero que tengáis en cuenta lo que os he contado acerca de Ángel. De verdad que no es mala gente.

- Así será - dije cordialmente. Cris se puso en pie a continuación, le dedicó otro apretón de manos a nuestro nuevo amigo y salimos del bar tranquilamente ante la atenta mirada de los jugadores de cartas, que parecían formar parte del decorado habitual de la taberna. Pablo nos acompañó hasta la entrada y volvió al interior para atender la barra mientras nos alejábamos.

- ¿Qué opinas? - dijo Cris.

- No lo sé. Todo esto es muy raro. Tendré que poner en orden las ideas.

    Llegamos al hostal a media tarde. Cristina tenía el coche aparcado en la parte trasera del edificio y hacia allí nos dirigimos. Guardó el bolso en el maletero después de sacar el móvil para ponerlo en el asiento del copiloto.

- Me da pena marcharme y dejarte solo.

- No te preocupes. Mañana vuelvo con mis padres así que nos veremos en Soria -. Le di un cariñoso abrazo, que me devolvió con afecto -. Por favor, ten mucho cuidado.

- Descuida. Se tarda poco y pienso ir despacio, no tengo prisa. Oye, siento haber perdido esa cosa que encontramos...

- Tranquila. Tengo una curiosa intuición. No sabes cómo te agradezco tu ayuda, Cris. Ha sido muy importante para mí.

    Noté que Cristina se ruborizaba un poquito.

- Para eso estamos los amigos ¿no?

- Cuídate. Hazme una llamada al llegar.

- Ok - dijo sonriendo y lanzándome otro de sus famosos empellones que hacen temblar cimientos -. Tranquilo. Iré con cuidado. ¿Qué vas a hacer ahora?

- Me daré una vuelta por casa y la dejaré bien cerrada. Mañana quiero estar de vuelta en Soria pero creo que finalmente me iré por la tarde. Me gustaría dar una vuelta por la hemeroteca del ayuntamiento a ver si averiguo algo.

- Es más cómodo Internet – aseveró Cristina.

- Tienes razón, pero quizá con un poco de suerte pueda conocer también al alcalde.

- Muy bien. Si tengo alguna novedad te llamaré. Ten también mucho cuidado por favor. Despídeme de Celia, no se la ve por aquí.

    Eché una mirada alrededor.

- Estará en la cocina. No te preocupes, me despediré en tu nombre.

   
    Cristina se metió en el coche ágilmente y miró instintivamente la pantalla de su móvil para ver si tenía alguna llamada perdida o mensaje. No había ninguna de las dos cosas.

   La vi marchar en la distancia y seguí mirando durante un rato la polvareda que levantó al comienzo del camino que conducía a la general. Seguí pensando en sus últimas palabras justo cuando se despidió y puso en marcha el coche. Una despedida que me heló la sangre.


(Continuará)











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