En algún momento de agosto de 1947
Era un día
inusualmente caluroso, aunque lo compensaba la humedad de la tarde. Habían
llovido unas gotas, el típico bochorno de verano. En el pueblo había pocos
habitantes, el turismo aún no estaba tan desarrollado como lo estaría en las
décadas posteriores. A las 9 de la noche aún se veía perfectamente y Lucas jugaba
en la calle con una piedra sobre una cuadrícula que había dibujado con tiza en
el asfalto, en completa soledad. Estaba frente a su casa, estrecha, con dos
plantas y adosada al Ayuntamiento, en la Plaza Mayor. Tenía 8 años y pasaba las
vacaciones de verano como cada año, en casa de sus abuelos, mientras sus padres
permanecían en la capital por razones de trabajo. María, su abuela, se asomó a
la calle desde la ventana de la habitación del niño.