domingo, 14 de abril de 2013

El Ático (Parte 6)


En algún momento de agosto de 1947

   Era un día inusualmente caluroso, aunque lo compensaba la humedad de la tarde. Habían llovido unas gotas, el típico bochorno de verano. En el pueblo había pocos habitantes, el turismo aún no estaba tan desarrollado como lo estaría en las décadas posteriores. A las 9 de la noche aún se veía perfectamente y Lucas jugaba en la calle con una piedra sobre una cuadrícula que había dibujado con tiza en el asfalto, en completa soledad. Estaba frente a su casa, estrecha, con dos plantas y adosada al Ayuntamiento, en la Plaza Mayor. Tenía 8 años y pasaba las vacaciones de verano como cada año, en casa de sus abuelos, mientras sus padres permanecían en la capital por razones de trabajo. María, su abuela, se asomó a la calle desde la ventana de la habitación del niño.

- Lucas. Anda, coge el cántaro y ve a la vaquería a que la señora Ángeles te dé un par de litros de leche. Hace falta para mañana el desayuno.

- Voy abuela - . El niño, muy obediente, dejó de jugar y entró en la casa como un torbellino. Recogió un cántaro de latón repujado que estaba sobre la mesa de la cocina y un pequeño trozo de pan, saliendo tan rápido como había entrado.

   Le gustaba mucho ir a la vaquería porque la señora Ángeles le dejaba entrar en el establo y ver a las vacas e incluso acariciarlas. En alguna ocasión le habían intentado enseñar a ordeñar alguna res, sin mucho éxito porque tanto él como el animal se ponían muy nerviosos. Y sobre todo lo que más le gustaba era que podía ver también a los conejos que la vaquera tenía en su criadero, permitiéndole darles un poco de pan, heno y pienso.

   A la velocidad a la que corría, Lucas cruzaba todo el pueblo en apenas tres minutos, así que tardó apenas uno en llegar a la vaquería desde la plaza. A su derecha quedó la casa de los nuevos vecinos, Luis y Valeria, una pareja que se había trasladado hacía poco desde la ciudad. Más allá sólo se encontraba la linde del bosque.

   Llamó a la puerta de la vaquería y la señora Ángeles le abrió casi de inmediato, sonriente como de costumbre; era difícil que perdiera la sonrisa y las chapetas sonrosadas de las mejillas.

- ¡Hola Lucas! Qué tarde vienes hoy.

   El niño se encogió de hombros. Desvió la vista hacia la puerta que comunicaba la casa con el criadero.

- Me temo que hoy no puedes verlos – dijo la vaquera sonriendo un poco menos -. La Chiqui está a punto de tener una camada entera de conejitos y no nos conviene molestarla. Pero si quieres puedes volver mañana y verás cuántos ha tenido. ¡Seguro que pasan de seis!

- Vale – respondió el niño con una ligera decepción. Levantó en vilo el cántaro y lo tendió hacia la señora Ángeles – ¿Me da dos litros, por favor?

- Claro que sí guapísimo. Pasa y siéntate.

   Pocos minutos después, Lucas salió de la vaquería con el cántaro y los dos litros de leche sin tener que pagar nada, su abuela hacía cuentas con la vaquera a fin de mes.

   El declinar de la tarde generaba sombras alargadas y se veían algunos nubarrones oscuros que amenazaban lluvia de nuevo. Se mezclaban con la oscuridad de la noche, que llegaba desde más allá del bosque. Justo cuando giró la cabeza hacia las nubes algo llamó su atención más abajo, en la linde del bosque. Era como una sombra, un cuerpo pequeño que se movía. Lucas se quedó quieto durante un momento y casi de inmediato volvió a verlo aunque en realidad en esta ocasión sólo observaba los matorrales que se agitaban. Estaba demasiado lejos para identificar lo que era pero el ruido de las ramas desplazándose pudo escucharlo perfectamente. Avanzó un poco, aún con el cántaro lleno en la mano. Lo que fuera que había hecho aquel movimiento había desaparecido.

   Estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando lo vio de nuevo y esta vez más claramente aunque de la misma manera fue algo fugaz. Un cuerpo pequeño se movía detrás de unos arbustos a la entrada de la zona más frondosa. Le pareció que se trataba de otro niño agazapado. No parecía un animal. Al menos por allí no había animales sueltos peligrosos, aunque algún vecino decía haber visto un zorro o un corzo en alguna ocasión en el bosque más profundo y el tamaño no era ni tan grande como un corzo ni tan pequeño como un zorro. Sí, juraría que era otro niño. ¿Le estaría gastando una broma su amigo Carlos? ¿Cómo iba a ser Carlos, si había vuelto con sus padres a la ciudad? 

   Avanzó un poco más a la vez que la oscuridad. Sin darse cuenta, guiado por los sonidos del bosque que aumentaban conforme arreciaba el viento de la próxima tormenta de verano, se internó entre los pinos hasta que de repente lo tuvo enfrente, a muy pocos metros. No pudo avanzar ni retroceder, tan sólo lo contemplaba; de hecho, parecía que se miraban mutuamente. Una sombra se erguía ante él y en la mano extendida hacia el niño portaba un objeto dorado que brillaba con los últimos rayos de sol.

   Eran casi las once cuando la abuela de Lucas llamaba a la puerta de la vaquería para preguntar por el niño, sumamente angustiada.

- Hace casi dos horas que se marchó – dijo la señora Ángeles preocupada -. ¿No ha vuelto a casa?

   Una hora después y bajo una lluvia intensa, una batida con la poca gente que había en el pueblo prácticamente al completo recorrió la totalidad del municipio, los aledaños y gran parte del bosque pero sólo encontraron un cántaro con leche derramada en el barro. Avisadas las autoridades municipales, la búsqueda se prolongó durante muchos días, hasta que Lucas fue dado por desaparecido sin que se encontrara rastro alguno ante la angustia de sus familiares. Con la lluvia de aquella noche prácticamente fue imposible seguir sus huellas o las de cualquier animal que hubiera estado allí. 

   Fue el caso más extraño que ocurrió nunca en la comarca hasta la fecha. Nunca se perdió la esperanza de encontrarlo, pero Lucas no apareció jamás. O al menos, eso se creía.

(Continuará).





No hay comentarios:

Publicar un comentario