En algún momento de agosto de 1947
Era un día
inusualmente caluroso, aunque lo compensaba la humedad de la tarde. Habían
llovido unas gotas, el típico bochorno de verano. En el pueblo había pocos
habitantes, el turismo aún no estaba tan desarrollado como lo estaría en las
décadas posteriores. A las 9 de la noche aún se veía perfectamente y Lucas jugaba
en la calle con una piedra sobre una cuadrícula que había dibujado con tiza en
el asfalto, en completa soledad. Estaba frente a su casa, estrecha, con dos
plantas y adosada al Ayuntamiento, en la Plaza Mayor. Tenía 8 años y pasaba las
vacaciones de verano como cada año, en casa de sus abuelos, mientras sus padres
permanecían en la capital por razones de trabajo. María, su abuela, se asomó a
la calle desde la ventana de la habitación del niño.
- Lucas. Anda, coge el cántaro y ve a la vaquería a que la
señora Ángeles te dé un par de litros de leche. Hace falta para mañana el
desayuno.
- Voy abuela - . El niño, muy obediente, dejó de jugar y
entró en la casa como un torbellino. Recogió un cántaro de latón repujado que
estaba sobre la mesa de la cocina y un pequeño trozo de pan, saliendo tan
rápido como había entrado.
Le gustaba mucho ir
a la vaquería porque la señora Ángeles le dejaba entrar en el establo y ver a
las vacas e incluso acariciarlas. En alguna ocasión le habían intentado enseñar
a ordeñar alguna res, sin mucho éxito porque tanto él como el animal se ponían
muy nerviosos. Y sobre todo lo que más le gustaba era que podía ver también a
los conejos que la vaquera tenía en su criadero, permitiéndole darles un poco
de pan, heno y pienso.
A la velocidad a la
que corría, Lucas cruzaba todo el pueblo en apenas tres minutos, así que tardó
apenas uno en llegar a la vaquería desde la plaza. A su derecha quedó la casa
de los nuevos vecinos, Luis y Valeria, una pareja que se había trasladado hacía
poco desde la ciudad. Más allá sólo se encontraba la linde del bosque.
Llamó a la puerta de
la vaquería y la señora Ángeles le abrió casi de inmediato, sonriente como de
costumbre; era difícil que perdiera la sonrisa y las chapetas sonrosadas de las
mejillas.
- ¡Hola Lucas! Qué tarde vienes hoy.
El niño se encogió
de hombros. Desvió la vista hacia la puerta que comunicaba la casa con el
criadero.
- Me temo que hoy no puedes verlos – dijo la vaquera sonriendo
un poco menos -. La Chiqui está a punto de tener una camada entera de conejitos
y no nos conviene molestarla. Pero si quieres puedes volver mañana y verás
cuántos ha tenido. ¡Seguro que pasan de seis!
- Vale – respondió el niño con una ligera decepción. Levantó
en vilo el cántaro y lo tendió hacia la señora Ángeles – ¿Me da dos litros, por
favor?
- Claro que sí guapísimo. Pasa y siéntate.
Pocos minutos
después, Lucas salió de la vaquería con el cántaro y los dos litros de leche
sin tener que pagar nada, su abuela hacía cuentas con la vaquera a fin de mes.
El declinar de la
tarde generaba sombras alargadas y se veían algunos nubarrones oscuros que
amenazaban lluvia de nuevo. Se mezclaban con la oscuridad de la noche, que
llegaba desde más allá del bosque. Justo cuando giró la cabeza hacia las nubes
algo llamó su atención más abajo, en la linde del bosque. Era como una sombra,
un cuerpo pequeño que se movía. Lucas se quedó quieto durante un momento y casi
de inmediato volvió a verlo aunque en realidad en esta ocasión sólo observaba
los matorrales que se agitaban. Estaba demasiado lejos para identificar lo que
era pero el ruido de las ramas desplazándose pudo escucharlo perfectamente.
Avanzó un poco, aún con el cántaro lleno en la mano. Lo que fuera que había hecho
aquel movimiento había desaparecido.
Estaba a punto de volver sobre sus pasos
cuando lo vio de nuevo y esta vez más claramente aunque de la misma manera fue algo
fugaz. Un cuerpo pequeño se movía detrás de unos arbustos a la entrada de
la zona más frondosa. Le pareció que se trataba de otro niño agazapado. No parecía
un animal. Al menos por allí no había animales sueltos peligrosos, aunque algún
vecino decía haber visto un zorro o un corzo en alguna ocasión en el bosque más
profundo y el tamaño no era ni tan grande como un corzo ni tan pequeño como un
zorro. Sí, juraría que era otro niño. ¿Le estaría gastando una broma su amigo
Carlos? ¿Cómo iba a ser Carlos, si había vuelto con sus padres a la ciudad?
Avanzó un poco más a la vez que la oscuridad. Sin darse cuenta, guiado por los
sonidos del bosque que aumentaban conforme arreciaba el viento de la próxima
tormenta de verano, se internó entre los pinos hasta que de repente lo tuvo
enfrente, a muy pocos metros. No pudo avanzar ni retroceder, tan sólo lo
contemplaba; de hecho, parecía que se miraban mutuamente. Una sombra se erguía
ante él y en la mano extendida hacia el niño portaba un objeto dorado que
brillaba con los últimos rayos de sol.
Eran casi las once
cuando la abuela de Lucas llamaba a la puerta de la vaquería para preguntar por
el niño, sumamente angustiada.
- Hace casi dos horas que se marchó – dijo la señora Ángeles
preocupada -. ¿No ha vuelto a casa?
Una hora después y
bajo una lluvia intensa, una batida con la poca gente que había en el pueblo
prácticamente al completo recorrió la totalidad del municipio, los aledaños y
gran parte del bosque pero sólo encontraron un cántaro con leche derramada en
el barro. Avisadas las autoridades municipales, la búsqueda se prolongó durante
muchos días, hasta que Lucas fue dado por desaparecido sin que se encontrara rastro
alguno ante la angustia de sus familiares. Con la lluvia de aquella noche
prácticamente fue imposible seguir sus huellas o las de cualquier animal que
hubiera estado allí.
Fue el caso más extraño que ocurrió nunca en la comarca
hasta la fecha. Nunca se perdió la esperanza de encontrarlo, pero Lucas no
apareció jamás. O al menos, eso se creía.
(Continuará).
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