Lo siento en cada esquina, en cada soplo de brisa, en cada
una de las cosas que hago. Incluso anida en mi pensamiento noche y día.
Se
mueve pero no lo veo, me susurra pero no lo entiendo. Ni siquiera descansa
cuando cierro los ojos. Y allí sigue al despertar...
(Sin fecha, fragmento del diario).
Viernes 7 de septiembre de 2012 (por la tarde).
Esta tarde fui a casa después de comer. El menú en el hostal
lo sirvió la propia hija de la señora Remedios y fue bastante aceptable. Comida
casera con productos de la tierra.
Ni siquiera me eché un rato la siesta.
Me encontraba ya
ansioso por descubrir el estado de la casona.
Anduve a buen paso unos minutos y
enseguida me planté de nuevo delante de ella; parecía esperarme en la quietud
del aledaño del bosque.
Traspasé la verja del descuidado jardín y me encontré con el
pozo. Recordaba vagamente alguna tarde de verano cuando de niño la abuela
Valeria y el abuelo Luis sacaban las sillas de tijereta para montaña y las
abrían junto a la entrada para aprovechar el frescor de la tarde, que a menudo
nos obligaba a ponernos chaqueta. Junto al pozo, nos contaban a mis primos y a
mi leyendas del pueblo, a menudo amables historias de las gentes que vivieron
aquí y otras veces, según de qué humor nos vieran o lo trastos que habíamos
sido durante el día, terroríficos cuentos de desaparecidos, amores trágicos y
fantasmas errantes. Historias que creíamos como si fueran realmente ciertas y
que escuchábamos sin pestañear, provocándonos alguna que otra noche de
insomnio.
El pozo estaba cerrado desde hacía mucho tiempo, ya ni
siquiera lo recuerdo. Había perdido su función desde que las conducciones
procedentes del embalse suministraban el agua al pueblo y permanecía cegado con
tablas de madera ya viejas y carcomidas, con clavos oxidados y el paso del
tiempo reflejándose en cada grieta.
Me quedé largo rato observando la casa desde el jardín. Una
planta principal, otra superior para las habitaciones y un ático abuhardillado.
Sin porche; a mis abuelos no les gustaba, decían que eso era para los
americanos. Había un sótano pequeño donde guardaban algunos pocos trastos pero
no era visible desde el exterior. En la parte de atrás el abuelo había
construido una caseta que le servía de taller y donde guardaba una mesa y
varios estantes con herramientas. Le gustaba hacer trabajos de marquetería. La
luz entraba por un pequeño ventanuco que ahora estaba cerrado, igual que el
pozo. Nadie ha entrado en la caseta desde que el abuelo murió; ni siquiera la abuela
Valeria, quien en vida tampoco se había atrevido a desmantelarla.
Esperé un rato antes de introducir la llave en la cerradura de la casa,
empujando la puerta con fuerza y escuchando el chirriar de los goznes. Sólida y
fuerte, de roble. No podía ser de otra manera.
Y al fin cuando penetré en las sombras pude sentir un ligero
estremecimiento.
Hacía frío aunque aún estamos al final del verano. Tendré que
comprobar el estado de la calefacción, que se regula con propano y cuyo
depósito se encuentra en el sótano. Hay que llamar a la empresa de suministros
para que rellenen periódicamente el depósito si quiero que no falte
combustible.
Nada más pasar el umbral me encontré en el salón y al fondo
dos puertas; la de la derecha lleva al baño principal y la de la izquierda a la
cocina, bastante grande en proporción con el resto de las habitaciones. El
salón tiene chimenea aunque se usaba poco desde que se hizo la instalación de
propano, más bien era un efecto decorativo y un detalle para crear hogar. Me pareció oler
aún a ceniza nada más entrar. Recuerdo que la leña también se guardaba en el
sótano. Arriba sólo hay habitaciones, una grande y tres algo más pequeñas. Para
subir está la escalera de piedra, la misma que se construyó a la vez que la casa y que se rodeó con una barandilla de madera, en esta ocasión de pino del bosque.
Y al fondo del pasillo de las habitaciones una puerta con
llave. La puerta que conduce al ático. El ático abuhardillado con preciosas
vistas al bosque, de tenue luz por las mañanas y bañado por el sol al
atardecer, donde a ratos subía a leer cuentos y jugar con mis primos.
Eché un vistazo a las habitaciones. Están bien aunque el
mobiliario está un poco pasado de moda; son sencillas y funcionales.
Algo en mi interior me
llevó directamente a la puerta que conecta con la pequeña escalera de madera que sube al ático. Cerrada. ¿Desde cuándo hay una cerradura en esta puerta?
Recuerdo que simplemente tirábamos de ella con el picaporte y se abría
perfectamente, casi sin forzar. Probé con la llave general de la casa pero no
entró. Con el resto de las llaves que me facilitó el Notario y que corresponden
a distintos lugares y enseres como el sótano, la cabaña de herramientas o el
armario de la vajilla del salón tampoco tuve fortuna. Desistí después de probar
varias veces con cada una de ellas. Lo paso a la lista de tareas y dudas sin
fin que me están surgiendo.
Poco más pude hacer por hoy. Tan sólo ha sido una toma de contacto.
Al salir abrí instintivamente el buzón de correos. Algunas cartas de servicios
sociales, de la empresa que suministra el propano anunciando nuevos servicios y
de la compañía de la luz. Nada interesante.
Salí a dar una vuelta por el pueblo y poco después volví al
hostal. Celia, la hija de la señora Remedios, me preparó un bocadillo, no tenía
hambre para más. Mañana sábado volveré para continuar “explorando”. No se me
puede olvidar pedirle al Notario cuando regrese la llave del ático.
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